19 junio 2013

CUENTO: EL CONDENADO

Pintura en acrílico del artista Barranqueño
Edinson Centeno Miranda*.
Vaya, vaya... Si llevaba demasiado tiempo sin publicar en el blog. Casi una eternidad. Pues para recompensarlos, comparto el cuento ganador en la categoría de escritor Barranqueño del Concurso Nacional de Cuento Ciudad Barrancabermeja, 2012.



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Como lo he hecho en anteriores ocasiones, comparto la banda sonora de la película de horror "La noche de Halloween"** que cambió, según los críticos especializados, el género cinematográfico y que a mí me causó de niño unas pesadillas tremendas. Escucharla, mientras se lee el cuento, es una experiencia difícil de explicar.
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Escrito por Bladimir Díaz Ravelo.


El Condenado

El sábado me llegó un correo de la EPS recordando el retraso en el pago de salud. Quise pedir dinero prestado a alguien, pero no tuve a quién. Las deudas estaban al tope. Dos preinfartos padecidos me tenían los nervios alborotados. El asunto fue que apenas salí de la convalecencia del segundo preinfarto, me despidieron del Banco Central.  
—Un empleado enfermo cuesta el doble que uno sano, señor Marín –me dijo el Gerente. 
Desde entonces, he gastado los pocos ahorros que guardé. Admito que pensé en colgarme, pero me faltaron cojones.
En la madrugada del domingo enfermé de arritmia cardíaca severa. Los medicamentos para la hipertensión se agotaron desde el viernes a mediodía. Temí un infarto fulminante. Preocupado, no tuve otra alternativa distinta a encaminarme hacia la Clínica Magdalena. Frente a la ventanilla de la caja, una secretaria, mirando el computador, formuló las preguntas de rigor:
— ¿Cuál es su EPS? ¿Trajo su carnet?
—No, no. Es una consulta particular —respondí con desespero. La pulcritud de mi traje inspiraba confianza.
—¿Nombre?
—Raúl Marín.
—¿Edad?
—51 años.
—¿Cancela en efectivo? 
—Sí —dije convincente. Mentí. 
—Número de teléfono de algún pariente...
—No tengo parientes.
La secretaria hizo una mueca y meneó la cabeza. Tecleó  sin pausa y dijo:
—Debe dejar un depósito.
—¿De cuánto? —pregunté metiendo la mano en el abrigo.
Sonrió. Miró al vigilante detrás de mí y autorizó la entrada a la sala de urgencias. Di las gracias. Fue un alivio. Me hicieron un electrocardiograma y me aplicaron una ampolla de furosemida para bajarle la carga al corazón, seguida de un antiarrítmico y un sedante. Al rato, me subieron al piso de observación. Dormí.
En la mañana del domingo me dieron de alta. Cuando me pasaron la factura dije que me faltaba el dinero. La enfermera que me atendió se puso histérica e insultante: sentí culpa al enterarme del descuento que le harían por mi falta de pago. Un vigilante de bigote basto me bajó por el ascensor y me obligó a sentarme en la sala de espera. Desde  entonces soy parte del grupo de condenados de esta clínica.


                                                       ***

Llevo aquí dos días. Ningún empleado de la clínica tiene autorización de dirigirnos la palabra; tampoco de darnos alimento. Bebo agua, y cada vez hay menos en el dispensador que tengo al frente. He intentado impedir que otros condenados malgasten ese recurso, pero los vigilantes de turno me tienen entre cejas.  Es casi imposible revelarse en esta situación. Por fortuna, un conocido de la vecindad tiene a la esposa en sala de parto y me ha traído bolsitas de agua, un jabón y una toalla que le pedí cuando llegó en la ambulancia.
—Imposible traerte comida —me dijo excusándose—. Si me requisan y  la encuentran, me va peor que a ti. 
Lo entiendo. A mi costado, unos diez metros a la derecha, vemos bajar del ascensor un deudor con expresión de vergüenza: lo han dejado abandonado en la silla de ruedas. El resto de condenados lo interrogó con la mirada.  Siempre que llega uno nuevo, causa solidaridad y repulsa. En últimas, el destino de olvidados que padecemos los condenados nos hace hermanarnos en la desgracia. Le digo al conocido, mientras se despide, que he decidido fugarme de la clínica, aunque de nuevo miento: la arritmia cardíaca ha vuelto, silenciosa, cabrona, asfixiante. 
A pocos metros de donde estoy sentado, el desgraciado de la silla de ruedas, con un tanque de oxígeno a un costado, sufre un ataque de asma y convulsiona. Una de las enfermeras, con la media velada rasgada a la altura de la pantorrilla, logra mirarlo desde la puerta de la sala de urgencias. Ojea la tablilla que tiene en la mano.  Llama por el nombre a un tipo que se levanta con sus zapatos de charol y, acto seguido, ambos desaparecen dejando la puerta de doble hoja batiéndose en un vaivén reposado. 
El desconcierto en el que quedamos todos los condenados es perturbador. Tenía la esperanza de que morir en una sala de espera fuera falso. Pienso en ayudarle, pero cómo. Opto por lo sensato: me quedo quieto. Poco a poco la mascarilla del viejo se empaña de oxígeno y recupera la compostura. Desde su soledad me escruta. Me hago el distraído. Es preferible no mirarlo. 
Avergonzado, agacho la cabeza y siento el mareo incómodo de la arritmia cardíaca. Ahora mi brazo izquierdo sufre dolores espasmódicos. Sospecho qué puede ser. Sudo. Da escalofrío de sólo pensarlo. Morirse así, sentado, sin nadie que lo auxilie, es triste. Y en una clínica, muy malo. Sería exponerse a quedar insepulto.  Siquiera morirse y causar un escándalo aumentaría la posibilidad de ser recordado. Quizás saldría en el periódico y los compañeros del Banco Central y los conocidos de la vecindad me identificarían y vendrían a sepultarme. Quizás los condenados dejaríamos de ser condenados con una muerte que conmoviera. Es curioso pensarlo, pero en las circunstancias en que me veo, un quizás es mejor que nada. O tal vez peor.
                                                   
***

El resto de condenados en la sala de espera parecen dormidos. A nuestro lado,  los pacientes que tienen cita de medicina general o con especialistas optan por ignorarnos. Esperan el turno anunciado por el altoparlante y se van, pese a nuestra silenciosa súplica de auxilio. El viejo me llama con la mano. Lo detallo: su flacura encorvada, su incontrolable temblor de manos, su aislamiento, su desamparo. Al pobre se le habrá olvidado el lugar en donde estamos. El dolor del brazo sigue intolerable. La respiración se acorta y hace frío, tiemblo. 
Unas náuseas repentinas me obligan a levantarme. Decido no esperar. Un mareo más fuerte me detiene. Respiro. 1, 2, 3, brazo izquierdo girando hacia atrás. Expiro. Otra vez. Respiro. 1, 2, 3, brazo izquierdo girando hacia atrás. Expiro. El viejo hace una mueca benévola. Brazo izquierdo... Respiro. El mareo está controlándose. De nuevo me recuesto en la silla.
Quisiera llamarlo, pero los condenados tienen prohibido hablarse entre ellos. Supe de una clínica en la que un grupo de condenados se prendieron fuego e incendiaron las
Pintura en acrílico del artista Barranqueño
Edinson Centeno Miranda*.
instalaciones. Fue el caos, dijo el Gerente de la clínica, las pérdidas materiales son incalculables. Son el ejemplo, dijeron otros, entre los que no me contaba cuando tenía trabajo. De ahí en adelante, los vigilantes observan a los condenados con cautela y ansiedad: temen que alguno intente algo. Si por imprudencia alguien decide hablar con otro, los vigilantes tienen órdenes estrictas de disparar a matar. 
Y no son pocos los que mueren de esa forma. Morirse en las clínicas, a tiros, es pan de cada día. O incluso morirse de hambre es normal: vaya desilusión. Lo realmente asombroso es poder suicidarse  y convertirse en héroe, como los incendiados. Aunque haya pocas oportunidades de hacerlo en las modernas clínicas de hoy. 
Las clínicas optaron por poner vidrios de seguridad y enrejar las ventanas. Los bisturíes y demás instrumentos cortopunzantes son escoltados por tipos armados hasta las salas de operación y luego guardados en cajas de seguridad. Los fósforos son prohibidos, y los portadores severamente castigados. Los tomacorrientes están protegidos con tapas de metal recubiertas de látex. Las cámaras de seguridad, ubicadas en puntos estratégicos, son eficaces. A través de ellas lo ven todo. Están hasta en el baño. El colmo del disparate. La única manera de tener privacidad es apagar la luz apenas cerramos la puerta, pero a los siete segundos se encienden de forma automática. A menos que el azar nos escoja, o se tenga contacto con un alto funcionario en la clínica, suicidarse para un condenado resulta casi imposible. 
Pensar tanto me alborota la bilis. Cuando voy camino al baño, se escucha una explosión del otro lado de la clínica. Es en la calle. Un transformador del poste de luz ha hecho cortocircuito. De inmediato el sistema cerrado de ventilación, y supongo que el de cámaras, queda apagado. El radioteléfono del vigilante hace un ruido desesperante. Continúo de prisa hacia el baño. El vigilante de turno que nos custodia agarra el arma transpirando. Creo que estaba apuntándome cuando tiro la puerta y presiono el seguro. Estoy a salvo, pienso. Escucho que tocan. Es urgente. Le dan ahora con la mano abierta. Ordenan, gritando, que abra la puerta. Tiemblo. La puerta aún no cede. 
Un reguero de llaves se escucha caer en el suelo y le sigue una algarabía de palmas y voces de los condenados de afuera. Todos lo saben: Suicidarse, para un condenado constituye la única libertad realizable. Ejercerla es incitar a la revuelta. Me emborracha la idea de ser el ejemplo: yo, un puto despedido del Banco Central, un callado inquilino de la vecindad de Perse, un lame culo maricón que vestía con corbata aunque no tenía un céntimo. Yo, un héroe de los condenados. ¿Quién podía sospecharlo? Era un maldito héroe el Condenado ése, dirán frente a mi tumba. Qué va: Era un subversivo que logró revolucionar... ¡Qué fortuna! Imágenes mías, con una expresión épica en las pancartas de los sindicatos, en la culata de los fusiles y luego en el Palacio de Gobierno, comandado por un condenado. Se escucha el primer disparo que traspasa la puerta del baño. Seguido de otro, y otro más. Con diligencia, sudoroso, amarro la toalla en una de las rejillas en lo alto del excusado y me descuelgo, orgulloso como un paracaidista en el vacío. ¡Qué felicidad!
                                                                     
***

Sin lograr cerrar los ojos, siento el sudor agrio del tosco vigilante de custodia. Está alzándome de las caderas, repeliendo con brazos el inútil pataleo de mis piernas que ante los golpes certeros en los músculos, van perdiendo fuerza, debilitándose, paralizándose. Extenuado, dejo de luchar. Llega otro vigilante y entre insultos y maldiciones me descuelgan, me sientan en una silla en la esquina más solitaria esposándome de pies y manos.

A los minutos, la rutina continúa. Del altoparlante, una voz femenina dice: 
—Paciente con el ficho número 316 siga a la consulta con el ginecólogo, por favor. –Una alta mujer con tacones negros y pantorrillas blancas se dirige tranquila hacia la puerta de doble hoja. 
Miro al anciano. Me recuerda a mi padre. Él era el abandonado, el condenado, no yo. Puta vida: la arritmia cardiaca ha vuelto, aunque esta vez más dolorosa, severa, más inclemente.



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*Edinson Centeno Miranda. Artista Barranqueño. Nació en el año de 1960, en Tamalamequito, Cesar. Llegó a Barrancabermeja a la edad de 12 años. Desde entonces comparte toda suerte de alegría, tragedia, estancamiento y desarrollo con esta ciudad. Su trabajo, que tiene como tema central la violencia, el desplazamiento, la esperanza y la denuncia social, está siendo reconocido en la plástica regional y nacional como una expresión auténtica que recoge el espíritu de una época que invisibiliza la vida y antepone la muerte y las desapariciones. Parte de su trabajo lo encontrarán en el siguiente link: https://www.facebook.com/EdinsonCentenoMiranda/photos_stream

**Fuente: http://es.wikipedia.org/wiki/Halloween_(pel%C3%ADcula_de_1978) Halloween (traducida en España como La noche de Halloween) es una película de horror independiente de bajo presupuesto de 1978 dirigida por John Carpenter y protagonizada por Jamie Lee Curtis y Donald PleasenceLa música es otra razón importante del éxito de Halloween, particularmente el tema principal. Careciendo la banda de sonido de una sinfonía, la canción principal de la película consiste en una melodía de piano compuesta por John Carpenter. El crítico James Berardinelli llama la canción “relativamente simple y sencilla,” pero admite que la “música de Halloween es uno de sus activos más fuertes. Carpenter también dice “puedo tocar sobre cualquier teclado, pero no puedo leer o escribir una nota". Carpenter interviene en los créditos finales, Carpenter se hace llamar “Bowling Green Orchestra” por su participación en la música, pero recibió ayuda del compositor Dan Wyman, profesor de música en la Universidad del estado de San José.