Por Bladimir Díaz Ravelo
Un taxi hizo
sonar su bocina estridente ante un transeúnte que cruzaba la calle. Emma,
enfurecida, tiembla de frío con la sombrilla abierta en una mano, y un reloj de
pulsera de oro golfi en la otra. Había caminado con pasos rápidos y definidos
durante dos cuadras, recostada a la pared, hasta la parada del bus urbano para
acomodarse debajo de la cornisa a esperar la ruta 17. Emma siente los pies húmedos como un par de caracoles en sus conchas. Hace poco renunció a otro
trabajo cerca de donde tuvo la última entrevista: secretaria del Colegio
Femenino para Señoritas de las Hermanas Calle. “La ruta 17” se repite el
estribillo en un antojo tonto para que no se le olvide. Ha cogido la misma ruta
durante los últimos meses, en el paradero de la diagonal dieciséis con
cincuenta y uno, frente a la tiendita Yiyo.
“A Rogelio lo
conocí por él, en una fiesta que me llevó a casa de un compañero de trabajo. Le
coqueteé disimulada, con sonrisas y miradas extraviadas. John ebrio, dormido,
acostado en el mueble de la sala en la madrugada”. Rock argentino como música
de fondo. “La mayoría dormidos, doblados y roncando; menos Rogelio y yo”.
Rogelio y Emma conversaron de temas simples y mundanos. Ella le insinuó una
propuesta indecente, él rió
con nerviosismo. Lobo con piel de cordero. Él fue más
atrevido y le hizo una invitación más clara, desafiante. Ella sudó: entendió
que era riesgosa la invitación. Probaron. “Entramos al baño, él primero, luego
yo”. Canción en el centro de la sala de Andrés Calamaro: La parte de
adelante. “Le bajé la bragueta del pantalón, me puse de rodillas, le metí
la mano por debajo de la camisa y le dejé puesta las yemas de mis dedos en el
pecho. Estaba asustado. Luego puso su mano en mi cabeza, gemía. Jadeando, me
levantó el vestido y me cargó. Abrazados, fue el cielo. La erecta piel del
deseo en la entrepierna. Luego las manos en mi boca, suspiros, sonrisas,
susurros, promesas. Humedad de humanidades. Salí, salió, mi número de celular,
John dormido, vomitado. Fue un amante apasionado. Cuartos de hotel, casas
prestadas, cocinas, baños, salas, mecedoras, muebles, camas, bares,
enamoramiento”.
Los
automóviles pasan de prisa por el pavimento húmedo en la ciudad de Lácira. Es
tarde, y Emma espera la ruta 17 del bus que la llevará a casa en el barrio
Infantas, al otro lado de la cabecera municipal. Emma lleva puesto un pantalón
de dril, de bota ancha pegado a la cadera, una blusa escotada, un bolso de mano
oscuro, de hebilla plateada, y unos zapatos de tacón altos levemente
desgastados en la punta, pero embetunados con aplicación cada noche con el
Líquido Cherry. Acaba de salir de una entrevista de trabajo en un bufet de
abogados. “Sólo a mí se me ocurre vestirme de secretaria para una entrevista
donde piden putas”. ¿Cómo dijo que se llamaba? “Emma, Emma Díaz”. ¿Casada? “No
doctor, separada”. ¿Hijos? “No doctor, quedé estéril. Quedé estéril, ¡qué
diablos estás diciendo Emma!” El abogado se quitó los bifocales y los meció con
la mano derecha; abrió una agenda gris que tenía encima del escritorio, revisó
sin interés los compromisos de la noche siguiente y apoyó la corpulenta espalda
en la silla de oficina. ¿Puedo invitarla a tomar un café mañana en la noche?
“Bueno doctor, con permiso”.
Fuente: Pinturas de arte moderno contemporáneo
Técnica: óleo y acrílico. Consulta [en línea]
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Empuñando las
monedas del pasaje, Emma estira el brazo derecho a una buseta ejecutiva que
pasa sin detenerse. Una niña de cabello azabache y piel trigueña que viaja en
la buseta, hace con la mano derecha una señal de adiós, y por un segundo sus
miradas se justifican, se tropiezan por accidente, conmoviéndolas. Emma observa
la carita infantil, angustiada, pegada a la ventana, que intenta retener la
imagen borrosa de la mujer fantasmal en el andén de la calle mientras la buseta
se detiene en el semáforo de la esquina siguiente. “Luego dicen que una está
loca por vivir estas cosas”. Cuando baja el brazo a Emma se le cae una moneda.
La observa rodar de prisa hasta un desagüe. “Oh puta suerte… qué barbaridad!”.
Emma, impotente, mira la corriente de agua que inunda la calle. Alza la vista,
tose cerrando el puño en la boca y piensa que si acaso se atreviera a cruzar
las dos calzadas, llegaría a la avenida del Ferrocarril y esperaría la otra
ruta de busetas ejecutivas. Fácil. “¡Qué tonterías te dices a tí misma Emma”.
Regresó a la
esquina y revisó el monedero, sosteniendo la sombrilla entre el hombro y el
cuello. Se le ocurrió que John estaría saliendo a esa hora de la empresa, con
su uniforme verde biche y sus gafas oscuras anti-solares, acomodado como un
ogro infame al lado de alguna de las ventanas de la buseta particular. Llueve
con ira, con impaciencia. Emma no encuentra ni una moneda. Saca del bolso la
cartera de cuero, la abre con incomodidad, revisa el espacio de los billetes,
pero está vacío. Abre el lugar de las monedas, pero encuentra apenas el anillo
de matrimonio. Con la luz amarillenta del poste, mira la huella en el dedo que
dejó el anillo. “Así es todo”, piensa,
cierra la cartera y la guarda. “La libertad tiene mucho de vacío, la
libertad es nada, otro nombre. Y me decían que estar con John era un asco, qué
barbaridad”.
Agarra con
fuerza la sombrilla para que la lluvia que galopa no se la lleve. En el
instante justo del relámpago se va la
luz. Flash fotográfico: mujer joven infraganti. Detrás de Emma el hombre
cuarentón que había cruzado la calle minutos antes mientras un taxi hacía sonar
su bocina, contaba con melancolía los segundos uno a uno, de manera ascendente.
“No ha crecido. En el fondo nadie crece”, se imaginó Emma. “Sólo mudamos de
piel como las culebras, cambiamos de cuero no de cuerpo” y Emma, nostálgica,
contó en susurros los segundos desde que apareció la luz hasta cuando le llegó
el sonido a los sentidos, como solía hacerlo de niña: tres, cuatro, cinco,
ta-ra-ra-pan-pan, pum. Ruido ensordecedor, corazón latiendo. Mete la mano hasta
el fondo del bolso, licúa los objetos femeninos de un lado para otro: el
celular sin minutos, el polvo para la cara, lápiz labial, limaparalasuñas,
cortacutícula, pañitos húmedos kleenex, agua de colonia, delineador de ojos
azulnegrorojonegronegro, carteritadecueroytela, mechera y una cajetilla de
cigarrillo con un Malboro dentro. Vuelve la luz mortecina del poste y Emma ve
venir la buseta con la tablilla 17 – barrio Infantas. La brisa azota sin
tregua, el viento es agua y Emma está mojada hasta la cadera de abeja, pese a
la sombrilla.
Le avergüenza
tener el pasaje incompleto. La buseta ejecutiva pasó despacio por el costado de
la calle. Iba desocupada. “Debí ser puta, como decía mamá y no haberme casado
con John”. “Tú eres ahorrativa Emma, comprarás tu carro, tu casa, montarás tu
salón de belleza y después te sales”. “Debí haberlo pensado siquiera: mamá pudo
haber tenido seguro médico y no hubiera muerto en la pensión de Doña Ángela.
¿Pero qué estoy pensando? Ni de riesgo sería puta: soy demasiado pudorosa para
ese oficio. Además me encanta culiar por placer, no por plata. Tal vez sería
rica pero infeliz. Para qué plata si se está infeliz. ¿Me imagino lo que dirán
las buenas gentes de mi pueblo? “Se acuerdan de Emma, la hija de Alicia, la
dueña del puesto de verduras que quebró al caer ella enferma, pues se volvió
putita de burdel en la ciudad de Lácira”. “¿Quién? ¿Emma?”. “Claro. ¿Quién más
iba a ser?” “Yo sí me lo decía: ésa no iba a servir para más nada sino pa'
puta”. “Yo también me lo sospechaba. Por eso le dije a mi hija, la Negra Tomasita,
que no anduviera con malas compañías”.
“Pero doña Faustina si su hija tiene cuatro hijos de maridos diferentes”. “Me
importa un carajo que así sea, pero no es puta”. “Y pensar que la Emma no
pisaba el suelo sino tenía alfombras, que aquí se las tiraba de muy furufufú y
muy farafafá, que a John, el hijo de Don Rafael Carnicero, lo tuvo al borde de
la locura con el tumbao de su caderaje. Porque algo hay que reconocerle: para
el baile era diestra, y resultó que para la cama también, porque sino, cómo es
que los obreros de la Empresa vienen hablando hasta por acá de ella”. “Pero no:
yo sería una puta selecta: me comería sólo lo que me guste”. Cállate Emma, el
hombre detrás de tí puede estar escuchándote. Sonrisitas discretas. “Pobre,
está contando de nuevo. Diez, once, doce, trece, catorce”, ta-ra-ra-pan-pan,
pun pun. Cierre de párpados, silencio abrasivo. “A ése ni de señas me lo
comería: aborrezco a los hombres que cuentan la caída de los relámpagos, porque
sin duda, son cobardes”. Emma se recostó en la pared de la esquina, debajo de
la cornisa, a la espera de que amainara el aguacero. Sin embargo, le aterraba
encontrarse cerca de un hombre cobarde. Sabía de sobra que los cobardes son más
peligrosos que los valientes, más violentos.
De nuevo buscó
en el bolso alumbrando el interior con la lamparita del celular. Cerró la
sombrilla y la acomodó entre el arco de las piernas. La presionó con las
rodillas. Encontró el recibo de luz, dos catálogos de Ebel, un librito de
oraciones del Niño Jesús, unas pulseras de plata que le regalaron el día de sus
cumpleaños en octubre, una galleta Dux entera y migajas de otras quebradas e
incompletas. Metió la mano hasta el fondo mientras alzaba la cabeza y miraba al
hombre, que sonreía, observándola con ojos de gato. Puedes sentir miedo Emma
pero aún puedes gritar. Cálmate Emma. “Tiene buen porte y parece amable” . El
hombre se rascó con lentitud la entrepierna. “¡Qué maldito!” pensó Emma. “Es un
tipo asqueroso” se dijo desilusionada, como disculpándose. Recuerda que puedes
gritar, correr, resistir, patalear, putear, golpear, morder, agarrar, llorar,
rasguñar, maldecir y nunca ceder. Ceder implica aprobar, y jamás aprobarías
otro maltrato. Relámpago: la luz eléctrica los ha dejado a oscuras. El hombre
utiliza una fragancia: en la memoria olfativa de Emma los recuerdos acuden a
trompicones como en emergencia: asocia y separa escenas, viajes, eventos de
vida desde niña, desde adolescente, desde su fracasada vida de casada, y
encuentra el aroma en el cuerpo de un amante que tuvo durante varios meses. “Cómo
pude tardar tanto en reconocerla; es la de Rogelio, el universitario que está
terminando Ingeniería en la Universidad. Buen tipo pero creído, qué
barbaridad”.
Seis, siete,
ocho, nue… ta-ra-ra-pan-pan-pan, pun. Locura de un hombre solitario. “Puede ser
homosexual. Pobre, casi un hombre y casi una mujer. En el colegio había varios
escondidos, disimulados, pero el profesor de física era a luces marica, sí,
marica y bien simpático. Todas le teníamos ganas. Vestía con jeans oscuros y nuevos,
con botines o zapatos de charol que combinaba a la perfección con correas de
cuero brillantes, camisas de seda manga larga y el cabello corto, bien peinado.
Oscar, la jota mayor de los maricas pulcros, decentes y respetados del colegio,
qué barbaridad”. Emma sonríe con su dentadura completa de dientes pequeños.
“Todos en el pueblo lo sabíamos pero era imposible agarrarlo en la acción. Un
día Héctor lo citó fuera del colegio, pero jamás nos dijo qué habían hablado en
la taberna. Sólo nos trajo licor y quedó el asunto así”. El hombre se agarró
esta vez, con provocación, un bultito prominente en la entrepierna, mirándola.
Tenía ojos de asesino. Emma logró entrever la insinuación en la silueta lenta
del movimiento y sintió los implacables ojos gatunos sobre su cuerpo. Cerró de
inmediato el bolso dispuesta a correr, huir, desaparecer; dio unos pasos hasta
la orilla del andén y se detuvo.
“Me voy a pie
y con certeza me sigue. Aquí le será más difícil”. Lluvia, agua sonora que
cuela el viento. Emma da unos pasos atrás y se acomoda el cabello. “A John le
gustaba mi cabello. Era su adoración. El mismo día en que lo dejé, me lo corté
hasta los hombros. El muy cobarde me maltrataba con comentarios venenosos, pero
nunca me pegó. “Emma, amor, yo jamás sería capaz de pegarte. Créeme por Dios
Emma. Mírame cuando te hablo pendeja. Que no me abras los ojos. Te he dicho que
te calles. No seas tonta Emma, yo te amo. ¡No llores porque me irritas!. Los
pies Emma, me aprietan los zapatos. Lárgate al otro cuarto te tengo dicho. Emma
acuéstate conmigo. ¿Por qué no quieres coger?. ¿Dime demonios?. ¿Dónde
estabas?. ¡Que no llores porque...!” “Y seguía así toda la noche. Maldito. Me
dejaba encerrada con llave cada mañana cuando iba a trabajar para que no
saliera a la calle, ni siquiera me permitía oler el sol”.
Fuente: Pintura de Fulvia Vitery Consultado [en línea] |
“Acabó. Fue el
límite. Adiós Rogelio, adiós”.
El hombre
intentó acercarse. Pese al frío, estaba sudando. Un paso, luego el otro, y el
otro. Él era el gato, ella su cascabel. Las pupilas estaban dilatándosele, la
mandíbula tensa. Emma apretó con fuerza el bolso a su cuerpo. El hombre casi
podía imaginarse el dolor de sus gritos, el desespero de sus brazos. Su
excitación era evidente. Pero se detuvo. A último instante lo detuvo la severidad
en los ojos de Emma, la inhospitalidad del odio. John la había curtido en la
difícil y necesaria técnica de la defensa. “Puta Emma, eres una puta”. “John
estás borracho, acostémonos”. “Que la gente se entere: mi mujer es una
vagabunda”. “John no grites por favor”. “Sabes que sin mi dinero no podrías
darte la gran vida de mantenida y de ocio que llevas”. “John baja la voz”.
Largo sueño
del marido y la esposa desvelada. “Amor, no me acuerdo de nada. ¿Me perdonas?
Estás mintiendo Emma”. “Me largo John”. “Nunca te trataría de ese modo”. “Me
largo John, te lo advertí”. Emma en la cocina, el cuchillo de abrir la carne,
filoso. Emma de pie frente a John cortándose el cabello con ira, con locura.
“Tu cabello Emma, sabes que te ves hermosa con tu cabello oscuro y largo”.
Abandono. John chantajeando con suicidarse. Emma deteniéndose, volteando la
cara por encima del hombro izquierdo, escupiendo las baldosas cremas y tirando
tras de sí la puerta de la calle cerrándola de un golpe seco. Un viaje en bus,
Emma inestable.
“Yo te lo dije
hija”, “perdóname mamá, perdóname”. “Tengo fatiga Emma, quiero dormir”.
“Descansa mamá”, “gracias hija”. Emma sentada en el piso al lado de la cama,
fumándose un Malboro. Llora indignada. A la mañana siguiente, el vehículo de la
funeraria frente a la pensión de Doña Ángela, las condolencias de los
inquilinos y después Emma solitaria en la sala de velación. Derrotada. Se
retira al baño y se ve empapada en sangre. La ambulancia llega con su melodía
alarmante. Emma en la camilla, asustada, en la sala de emergencia. Le practican
un legrado en el Hospital Municipal. Pierde los ovarios. Emma huérfana de madre
y huérfana de hijo. “Maldito John, hijuepuuuuuutaaaaaaa!”. El hombre retrocede
dos pasos y se detiene. No piensa claudicar tan fácil.
Emma aprieta
el mango de la sombrilla con más fuerza y la apoya en el suelo. Da media vuelta
y alza la barbilla desafiante. Siente el ardor de la rabia en el cuerpo. El hombre
la detalla: leona enjaulada y hambrienta. Está indeciso. Valora las posibilidades.
Un taxi ilumina con la farola la cara de Emma y del tipo: Es lampiño, de mandíbula
larga, con ojos extraviados y peligrosos. Estornuda. Saca un pañuelo y voltea
la cara mirando hacia la cincuenta y uno, en dirección a Puerto Yuma: un
kilometro de distancia, calcula. El hombre se pone en marcha y va contando
siete, ocho, nueve, diez, once… hasta que la lluvia impide escucharlo
El agua ha
inundado por completo los dos carriles de la calle. Emma asustada, transpira
miedo. Está aterrada y feliz al tiempo. Decide cruzar la calle empapando sus
pies con la corriente líquida y fría hasta la Avenida del Ferrocarril,
victoriosa, casi llorando. Suena el celular con una melodía de Jarabe de palo: tiempo,
y reconoce en la pantalla el número telefónico de John. Lo mete de nuevo al
bolso, sin remordimiento. Saca el anillo de matrimonio de la cartera de cuero y
lo tira al desagüe de la alcantarilla. Se enjuga los lagrimones con el dorso de
la mano y sonríe: “Luego dicen que una está loca por vivir estas cosas”. Un
taxi hace sonar su bocina al llegar a la esquina. Emma ha cerrado su
sombrilla y ha decidido mojarse: libre, libertaria, solitaria. La lluvia sigue
barriendo la basura y la arena de las calles, y quizás, también, los
arrepentimientos.
Emma caminando hasta su casa, perdiéndose entre la multitud de luces, ruidos,
pasos, olores y rostros; camina sin culpas encima y cruza la vía con el
semáforo titilando en rojo en el preciso instante en que John se pega un tiro
en la sien sentado en la cama de un burdel, ebrio.
*Cuento publicado en la revista virtual CINOSARGO el 18/12/2010. Consulta [en línea] http://www.cinosargo.cl/content/view/1156698/Emma-esta-a-la-espera-por-Bladimir-Diaz-Ravelo.html
**Cuento publicado en la Antología Relata 2011. Red de Escritura Creativa del Ministerio de Cultura de Colombia. Consulta [en línea] http://jhonfredysuarezsolano.espacioblog.com/post/2011/12/09/antolog-a-relata-2011
*** Esta última versión del cuento está re-editada.
Excelente... tus cuentos por lo regular terminan con cierto sabor a amargura.. pero muy buenos.. aunque el sitio donde John se suicidaba en la primera versión hacia parecer el suicidio mas elaborado y la amargura mas insoportable.. o bueno esa es mi percepción.
ResponderBorrarAmo este cuento desde que lo leí hace varios años, lo recuerdo constantemente
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