01 mayo 2013

Cuento: Versión Libre.



VERSIÓN LIBRE


Por Blanca Nubia Orozco Rueda.


Este es uno de los mejores cuentos que he leído. Es de Blanca Nubia, mi querida amiga y colega, oriunda de Barrancabermeja y amante de historias que perturban. Este cuento goza de lo mejor de su técnica y de una tensión medida cuidadosamente. Fue publicado en la Antología “Este verde país” del MinCultura de Colombia en 2008 y, con la venia de la autora, lo he sacado del selecto anonimato para que circule en este amplio mundo virtual del internet.
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    La campana del reloj anunció las seis de la tarde. Empecé a temblar como una hoja, la hora se acercaba. Tenía que sacar la escopeta y cargarla.

Decidida, me acerqué al viejo armario de la habitación. Sabía que ella estaba ahí, aguardándome para cumplir mi promesa. Empecé a llorar. Mi vida entera iniciaba una carrera loca hacia un abismo insondable sin detenerme. Ya no podía parar; no había retroceso.

Saqué la escopeta del armario y un cartucho de perdigones calibre 12. Me senté sobre la cama y tendí el arma sobre mis piernas amoratadas. Con un leve movimiento la abrí, tal y como él mismo me enseño. Las manos me sudaban. A toda prisa introduje el cartucho en el vientre negro y frío de la escopeta. Luego la cerré. Traté de no pensar. No quería arrepentirme. No podía hacerlo.

Salí del cuarto. Sin darme tregua llegué hasta la sala. Me recosté en la pared del fondo, frente a la puerta que da a la calle. Apoyé sobre el piso la culata de la escopeta y la sostuve por el cañón con la mano izquierda. Aguardé.

Miré el reloj, eran las seis y diez. El tiempo transcurría eterno y la espera se hacía insoportable; mi vida cambiaría en cualquier momento. La ansiedad me embargaba. Mi cuerpo se convirtió en una masa de estertores, húmedos y calientes. Cerré los ojos.

Lo conocí hace un año en una fiesta de cumpleaños. Una amiga me invitó. Medía casi dos metros. Era corpulento y tenía unas manos enormes, envueltas en una piel de bebé de parvulario. Su rostro hermoso de mejillas sonrosadas se adornaba con un espeso bigote. Su cabello oscuro caía en rizos sobre su frente amplia. Cuando nos presentaron se quedó mirándome con unos ojos profundos. Empezó por escudriñar mi rostro y luego, casi con descaro, su mirada desnudó mi cuerpo. No sentí enojo; se encendía fuego sobre mi piel agitada. Fue amor y pasión a primera vista.

Seguimos viéndonos con frecuencia. Empezó a cortejarme. No tuvo que hacer mayor esfuerzo para conquistarme; me moría por él. Me imantaba su mezcla rara entre exótico, extravagante, vulgar y divino. Su halo me envolvió y ya no pude escapar; no deseaba hacerlo.

Dos meses después compartíamos casa y lecho. La vida me cambió. La noche del viernes de nuestra primera semana juntos lo esperé en vano. Vestida con la diminuta bata roja que me envolvía en ardientes sentimientos, me dormí en la madrugada con el corazón encogido y el rostro en lágrimas. Llego después de las cinco. Se acercó a la cama, se quedó mirándome con ojos luciferinos y, sin mediar palabra, me descargó un golpe en pleno rostro. Sentí sobre mi boca una ráfaga incandescente. Subió por mi nariz y se estrelló en mi cerebro. Casi pierdo el conocimiento.

Me agarró por el cabello y me tiró al piso. Mis labios sangraban. Empecé a gritar. Todo en mí era terror e incertidumbre; jamás imaginé tan inesperado y brutal ataque. Como pude, logré esquivar un segundo golpe y salí despavorida del cuarto. Con movimientos lentos trató de alcanzarme mientras me insultaba con locura. Se detuvo. Como un autómata giró
Picasso: Mujer llorando.
sobre sus pasos, se tendió sobre el lecho y se durmió. El ambiente se cargó de alcohol. 


Rato después regresé a la habitación con sigilo. Temblando de pánico y rabia saqué mi ropa del armario y la metí a empellones en una maleta. A toda prisa me quité la bata roja. Sin bañarme para no hacer ruido, me puse un jean y una camiseta blanca. Sólo pensaba en escapar de casa. De él. Me disponía a salir del cuarto, maleta en mano y en puntillas, cuando sentí sobre mi espalda el ardor de su mirada. Me di vuelta llena de terror.

Tenía cara de niño grande. Tambaleando se me acercó con lentitud, se arrodilló sin decir nada y me besó los pies. Sus ojos estaban tan llenos de lágrimas como los míos.

– Perdóname, no sabía lo que hacía. Te imaginé con otro en mi cama -me dijo y señaló la bata roja en el piso-. No te alejes. No soy nada sin ti -agregó con su voz alquitranada.

Juró que no volvería a lastimarme. Yo le creí. Me levantó en sus brazos y me acomodó con suavidad sobre la cama. Su ropa y su piel eran una aturdidora mezcla de olores imprecisos. No me resistí. De un zarpazo se apoderó de mi voluntad, mi vida y mi cuerpo. Horas después sólo mi rostro frente al espejo clamaba por mi dignidad. 

Pasaron los meses. Las escenas de celos se fueron haciendo frecuentes. Los golpes volvieron y se quedaron asentados en mi cuerpo y mi cerebro, y con ellos los arrepentimientos, los perdones y los retozos. Por los agujeros de mi alma se fue colando el rencor hasta anidarse junto a la desolación y el miedo. Dejé de amarlo, pero el infierno de la pasión enfermiza que lograba encender en mí resistía marcharse.

Lo abandoné un par de veces. Siempre me encontraba, o quizá yo dejaba una ventana
Picasso: Mujer llorando
abierta para que lo lograra. Llovían Flores, finos regalos, serenatas, lágrimas y arrepentimientos. Me amaba con locura. Lo sé. Pero me destruía. Aún así, yo regresaba. La adicción a su fuego y su infierno fue consumiendo mi alma entre el odio y el miedo. Triunfó el odio. 

En la mañana de ayer me golpeó. Decidí que al anochecer lo mataría. Lo juré hace una semana, después de una golpiza que me dejó casi muerta. Ese día no corrí. No grité. No sentí miedo. Una furia sorda se apoderó de todo mi ser. Me mantuve de pie hasta el final de su desenfreno.

– Si vuelves a pegarme, te juro que te mato -le dije con toda la carga de mi rencor acumulado.

Él estaba a punto de salir de la habitación y se devolvió para golpearme de nuevo. Una indescifrable sensación debió detener su mano. Dio media vuelta y se fue.

No le hablé durante los tres días siguientes de la agresión. Esquivé su presencia. La idea de matarlo revoleteó incesantemente en mi cerebro. No trató de doblegarme con las argucias de su pasión. Encontró en mi indiferencia un nuevo pretexto para arrinconarme con sus celos. Ayer sucumbió a su delirio y trazó nuestros destinos.

El reloj anunció las seis y treinta con una  campanada larga y profunda. Abrí los ojos cuando escuché la llave a través de la puerta. Me estremecí. Levanté la escopeta, me recosté en la pared y afirmé la culata contra mi hombro derecho. Calculé la distancia hasta el umbral y la altura de su corazón. Abrí un poco las piernas para soportar el efecto del disparo y apunté.

La puerta se abrió y el entró silbando. Cuando me vio, hizo silencio. Su rostro se contrajo ante la amenazante revelación de mi promesa. Una sombra de temor asomó en sus ojos. Yo seguía temblando. Él lo notó. Entonces pensó que jamás le dispararía. Siempre me había controlado. No imaginó razón para creer que no seguiría haciéndolo. Tampoco
imaginó la firme determinación alojada en mí. Me envolvió con su mirada de niño grande. Pasó la lengua por sus pálidos labios en un gesto de provocación sensual. Me sonrió con un mar de dulzura. Sentí desfallecer y, antes de caer en su trampa, apreté el gatillo.

El aire se detuvo. Sentí el golpe de la culata sobre mi hombro. El estampido del disparo laceró mis oídos mientras un fuerte olor a pólvora se apoderaba de la estancia. El impacto lo hizo retroceder. Abrió los brazos y gimió. A través del hilo de humo que salía del cañón, vi el dolor y la sorpresa dibujados en su lívido rostro. Borbotones carmesí florecieron en su pecho. Se desplomó sobre la baldosa fría. Las piernas me temblaban y una amarga desolación me invadió. Tiré la escopeta a un lado y me acerqué para mirar su rostro. Tenía los ojos abiertos, extraviados. Mi garganta era un nudo agrio y seco que amenazaba con estallar. Finos senderos de sangre manaban de su boca y se unieron al charco que empezaba a formarse en el suelo. Se había ido.


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Si por alguna extraña razón, a alguno de ustedes les gusta también poner una canción de fondo mientras leen, yo recomiendo una especial para este cuento. La siguiente es la banda sonora  de la película "El Bebé de RoseMary" (1968) de Krzysztof Komeda. Una auténtica maravilla del suspenso. Para algunos puede resultar un poco macabra al comienzo, pero es cuestión de acostumbrar y educar el oído.

                


Quienes deseen enviar un correo personal a la autora del cuento, esta es la dirección: tertulia1997@yahoo.es





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