26 marzo 2013

EMMA ESTÁ A LA ESPERA***

 Por Bladimir Díaz Ravelo
  
                Los automóviles pasan de prisa por el pavimento húmedo en la ciudad de Lácira. Es tarde, y Emma espera la ruta 17 del bus que la llevará a casa en el barrio Infantas, al otro lado de la cabecera municipal. Emma lleva puesto un pantalón de dril, de bota ancha pegado a la cadera, una blusa escotada, un bolso de mano oscuro, de hebilla plateada, y unos zapatos de tacón altos levemente desgastados en la punta, pero embetunados con aplicación cada noche con el Líquido Cherry. Acaba de salir de una entrevista de trabajo en un bufet de abogados. “Sólo a mí se me ocurre vestirme de secretaria para una entrevista donde piden putas”. ¿Cómo dijo que se llamaba? “Emma, Emma Díaz”. ¿Casada? “No doctor, separada”. ¿Hijos? “No doctor, quedé estéril. Quedé estéril, ¡qué diablos estás diciendo Emma!” El abogado se quitó los bifocales y los meció con la mano derecha; abrió una agenda gris que tenía encima del escritorio, revisó sin interés los compromisos de la noche siguiente y apoyó la corpulenta espalda en la silla de oficina. ¿Puedo invitarla a tomar un café mañana en la noche? “Bueno doctor, con permiso”.



Fuente: Pinturas de arte moderno contemporáneo
        Técnica: óleo y acrílico. Consulta [en línea] 
          Un taxi hizo sonar su bocina estridente ante un transeúnte que cruzaba la calle. Emma, enfurecida, tiembla de frío con la sombrilla abierta en una mano, y un reloj de pulsera de oro golfi en la otra. Había caminado con pasos rápidos y definidos durante dos cuadras, recostada a la pared, hasta la parada del bus urbano para acomodarse debajo de la cornisa a esperar la ruta 17. Emma siente los pies húmedos como un par de caracoles en sus conchas. Hace poco renunció a otro trabajo cerca de donde tuvo la última entrevista: secretaria del Colegio Femenino para Señoritas de las Hermanas Calle. “La ruta 17” se repite el estribillo en un antojo tonto para que no se le olvide. Ha cogido la misma ruta durante los últimos meses, en el paradero de la diagonal dieciséis con cincuenta y uno, frente a la tiendita Yiyo.  
 
        Empuñando las monedas del pasaje, Emma estira el brazo derecho a una buseta ejecutiva que pasa sin detenerse. Una niña de cabello azabache y piel trigueña que viaja en la buseta, hace con la mano derecha una señal de adiós, y por un segundo sus miradas se justifican, se tropiezan por accidente, conmoviéndolas. Emma observa la carita infantil, angustiada, pegada a la ventana, que intenta retener la imagen borrosa de la mujer fantasmal en el andén de la calle mientras la buseta se detiene en el semáforo de la esquina siguiente. “Luego dicen que una está loca por vivir estas cosas”. Cuando baja el brazo a Emma se le cae una moneda. La observa rodar de prisa hasta un desagüe. “Oh puta suerte… qué barbaridad!”. Emma, impotente, mira la corriente de agua que inunda la calle. Alza la vista, tose cerrando el puño en la boca y piensa que si acaso se atreviera a cruzar las dos calzadas, llegaría a la avenida del Ferrocarril y esperaría la otra ruta de busetas ejecutivas. Fácil. “¡Qué tonterías te dices a tí misma Emma”.

          Regresó a la esquina y revisó el monedero, sosteniendo la sombrilla entre el hombro y el cuello. Se le ocurrió que John estaría saliendo a esa hora de la empresa, con su uniforme verde biche y sus gafas oscuras anti-solares, acomodado como un ogro infame al lado de alguna de las ventanas de la buseta particular. Llueve con ira, con impaciencia. Emma no encuentra ni una moneda. Saca del bolso la cartera de cuero, la abre con incomodidad, revisa el espacio de los billetes, pero está vacío. Abre el lugar de las monedas, pero encuentra apenas el anillo de matrimonio. Con la luz amarillenta del poste, mira la huella en el dedo que dejó el anillo. “Así es todo”, piensa,  cierra la cartera y la guarda. “La libertad tiene mucho de vacío, la libertad es nada, otro nombre. Y me decían que estar con John era un asco, qué barbaridad”.

          Agarra con fuerza la sombrilla para que la lluvia que galopa no se la lleve. En el instante justo del  relámpago se va la luz. Flash fotográfico: mujer joven infraganti. Detrás de Emma el hombre cuarentón que había cruzado la calle minutos antes mientras un taxi hacía sonar su bocina, contaba con melancolía los segundos uno a uno, de manera ascendente. “No ha crecido. En el fondo nadie crece”, se imaginó Emma. “Sólo mudamos de piel como las culebras, cambiamos de cuero no de cuerpo” y Emma, nostálgica, contó en susurros los segundos desde que apareció la luz hasta cuando le llegó el sonido a los sentidos, como solía hacerlo de niña: tres, cuatro, cinco, ta-ra-ra-pan-pan, pum. Ruido ensordecedor, corazón latiendo. Mete la mano hasta el fondo del bolso, licúa los objetos femeninos de un lado para otro: el celular sin minutos, el polvo para la cara, lápiz labial, limaparalasuñas, cortacutícula, pañitos húmedos kleenex, agua de colonia, delineador de ojos azulnegrorojonegronegro, carteritadecueroytela, mechera y una cajetilla de cigarrillo con un Malboro dentro. Vuelve la luz mortecina del poste y Emma ve venir la buseta con la tablilla 17 – barrio Infantas. La brisa azota sin tregua, el viento es agua y Emma está mojada hasta la cadera de abeja, pese a la sombrilla.

          Le avergüenza tener el pasaje incompleto. La buseta ejecutiva pasó despacio por el costado de la calle. Iba desocupada. “Debí ser puta, como decía mamá y no haberme casado con John”. “Tú eres ahorrativa Emma, comprarás tu carro, tu casa, montarás tu salón de belleza y después te sales”. “Debí haberlo pensado siquiera: mamá pudo haber tenido seguro médico y no hubiera muerto en la pensión de Doña Ángela. ¿Pero qué estoy pensando? Ni de riesgo sería puta: soy demasiado pudorosa para ese oficio. Además me encanta culiar por placer, no por plata. Tal vez sería rica pero infeliz. Para qué plata si se está infeliz. ¿Me imagino lo que dirán las buenas gentes de mi pueblo? “Se acuerdan de Emma, la hija de Alicia, la dueña del puesto de verduras que quebró al caer ella enferma, pues se volvió putita de burdel en la ciudad de Lácira”. “¿Quién? ¿Emma?”. “Claro. ¿Quién más iba a ser?” “Yo sí me lo decía: ésa no iba a servir para más nada sino pa' puta”. “Yo también me lo sospechaba. Por eso le dije a mi hija, la Negra Tomasita, que no anduviera con  malas compañías”. “Pero doña Faustina si su hija tiene cuatro hijos de maridos diferentes”. “Me importa un carajo que así sea, pero no es puta”. “Y pensar que la Emma no pisaba el suelo sino tenía alfombras, que aquí se las tiraba de muy furufufú y muy farafafá, que a John, el hijo de Don Rafael Carnicero, lo tuvo al borde de la locura con el tumbao de su caderaje. Porque algo hay que reconocerle: para el baile era diestra, y resultó que para la cama también, porque sino, cómo es que los obreros de la Empresa vienen hablando hasta por acá de ella”. “Pero no: yo sería una puta selecta: me comería sólo lo que me guste”. Cállate Emma, el hombre detrás de tí puede estar escuchándote. Sonrisitas discretas. “Pobre, está contando de nuevo. Diez, once, doce, trece, catorce”, ta-ra-ra-pan-pan, pun pun. Cierre de párpados, silencio abrasivo. “A ése ni de señas me lo comería: aborrezco a los hombres que cuentan la caída de los relámpagos, porque sin duda, son cobardes”. Emma se recostó en la pared de la esquina, debajo de la cornisa, a la espera de que amainara el aguacero. Sin embargo, le aterraba encontrarse cerca de un hombre cobarde. Sabía de sobra que los cobardes son más peligrosos que los valientes, más violentos.

         De nuevo buscó en el bolso alumbrando el interior con la lamparita del celular. Cerró la sombrilla y la acomodó entre el arco de las piernas. La presionó con las rodillas. Encontró el recibo de luz, dos catálogos de Ebel, un librito de oraciones del Niño Jesús, unas pulseras de plata que le regalaron el día de sus cumpleaños en octubre, una galleta Dux entera y migajas de otras quebradas e incompletas. Metió la mano hasta el fondo mientras alzaba la cabeza y miraba al hombre, que sonreía, observándola con ojos de gato. Puedes sentir miedo Emma pero aún puedes gritar. Cálmate Emma. “Tiene buen porte y parece amable” . El hombre se rascó con lentitud la entrepierna. “¡Qué maldito!” pensó Emma. “Es un tipo asqueroso” se dijo desilusionada, como disculpándose. Recuerda que puedes gritar, correr, resistir, patalear, putear, golpear, morder, agarrar, llorar, rasguñar, maldecir y nunca ceder. Ceder implica aprobar, y jamás aprobarías otro maltrato. Relámpago: la luz eléctrica los ha dejado a oscuras. El hombre utiliza una fragancia: en la memoria olfativa de Emma los recuerdos acuden a trompicones como en emergencia: asocia y separa escenas, viajes, eventos de vida desde niña, desde adolescente, desde su fracasada vida de casada, y encuentra el aroma en el cuerpo de un amante que tuvo durante varios meses. “Cómo pude tardar tanto en reconocerla; es la de Rogelio, el universitario que está terminando Ingeniería en la Universidad. Buen tipo pero creído, qué barbaridad”.

          Seis, siete, ocho, nue… ta-ra-ra-pan-pan-pan, pun. Locura de un hombre solitario. “Puede ser homosexual. Pobre, casi un hombre y casi una mujer. En el colegio había varios escondidos, disimulados, pero el profesor de física era a luces marica, sí, marica y bien simpático. Todas le teníamos ganas. Vestía con jeans oscuros y nuevos, con botines o zapatos de charol que combinaba a la perfección con correas de cuero brillantes, camisas de seda manga larga y el cabello corto, bien peinado. Oscar, la jota mayor de los maricas pulcros, decentes y respetados del colegio, qué barbaridad”. Emma sonríe con su dentadura completa de dientes pequeños. “Todos en el pueblo lo sabíamos pero era imposible agarrarlo en la acción. Un día Héctor lo citó fuera del colegio, pero jamás nos dijo qué habían hablado en la taberna. Sólo nos trajo licor y quedó el asunto así”. El hombre se agarró esta vez, con provocación, un bultito prominente en la entrepierna, mirándola. Tenía ojos de asesino. Emma logró entrever la insinuación en la silueta lenta del movimiento y sintió los implacables ojos gatunos sobre su cuerpo. Cerró de inmediato el bolso dispuesta a correr, huir, desaparecer; dio unos pasos hasta la orilla del andén y se detuvo.

         “Me voy a pie y con certeza me sigue. Aquí le será más difícil”. Lluvia, agua sonora que cuela el viento. Emma da unos pasos atrás y se acomoda el cabello. “A John le gustaba mi cabello. Era su adoración. El mismo día en que lo dejé, me lo corté hasta los hombros. El muy cobarde me maltrataba con comentarios venenosos, pero nunca me pegó. “Emma, amor, yo jamás sería capaz de pegarte. Créeme por Dios Emma. Mírame cuando te hablo pendeja. Que no me abras los ojos. Te he dicho que te calles. No seas tonta Emma, yo te amo. ¡No llores porque me irritas!. Los pies Emma, me aprietan los zapatos. Lárgate al otro cuarto te tengo dicho. Emma acuéstate conmigo. ¿Por qué no quieres coger?. ¿Dime demonios?. ¿Dónde estabas?. ¡Que no llores porque...!” “Y seguía así toda la noche. Maldito. Me dejaba encerrada con llave cada mañana cuando iba a trabajar para que no saliera a la calle, ni siquiera me permitía oler el sol”.

         “A Rogelio lo conocí por él, en una fiesta que me llevó a casa de un compañero de trabajo. Le coqueteé disimulada, con sonrisas y miradas extraviadas. John ebrio, dormido, acostado en el mueble de la sala en la madrugada”. Rock argentino como música de fondo. “La mayoría dormidos, doblados y roncando; menos Rogelio y yo”. Rogelio y Emma conversaron de temas simples y mundanos. Ella le insinuó una propuesta indecente, él rió
Fuente: Pintura de Fulvia Vitery
Consultado [en línea]
con nerviosismo. Lobo con piel de cordero. Él fue más atrevido y le hizo una invitación más clara, desafiante. Ella sudó: entendió que era riesgosa la invitación. Probaron. “Entramos al baño, él primero, luego yo”. Canción en el centro de la sala de Andrés Calamaro: La parte de adelante. “Le bajé la bragueta del pantalón, me puse de rodillas, le metí la mano por debajo de la camisa y le dejé puesta las yemas de mis dedos en el pecho. Estaba asustado. Luego puso su mano en mi cabeza, gemía. Jadeando, me levantó el vestido y me cargó. Abrazados, fue el cielo. La erecta piel del deseo en la entrepierna. Luego las manos en mi boca, suspiros, sonrisas, susurros, promesas. Humedad de humanidades. Salí, salió, mi número de celular, John dormido, vomitado. Fue un amante apasionado. Cuartos de hotel, casas prestadas, cocinas, baños, salas, mecedoras, muebles, camas, bares, enamoramiento”.

“Acabó. Fue el límite. Adiós Rogelio, adiós”.

          El hombre intentó acercarse. Pese al frío, estaba sudando. Un paso, luego el otro, y el otro. Él era el gato, ella su cascabel. Las pupilas estaban dilatándosele, la mandíbula tensa. Emma apretó con fuerza el bolso a su cuerpo. El hombre casi podía imaginarse el dolor de sus gritos, el desespero de sus brazos. Su excitación era evidente. Pero se detuvo. A último instante lo detuvo la severidad en los ojos de Emma, la inhospitalidad del odio. John la había curtido en la difícil y necesaria técnica de la defensa. “Puta Emma, eres una puta”. “John estás borracho, acostémonos”. “Que la gente se entere: mi mujer es una vagabunda”. “John no grites por favor”. “Sabes que sin mi dinero no podrías darte la gran vida de mantenida y de ocio que llevas”. “John baja la voz”.

          Largo sueño del marido y la esposa desvelada. “Amor, no me acuerdo de nada. ¿Me perdonas? Estás mintiendo Emma”. “Me largo John”. “Nunca te trataría de ese modo”. “Me largo John, te lo advertí”. Emma en la cocina, el cuchillo de abrir la carne, filoso. Emma de pie frente a John cortándose el cabello con ira, con locura. “Tu cabello Emma, sabes que te ves hermosa con tu cabello oscuro y largo”. Abandono. John chantajeando con suicidarse. Emma deteniéndose, volteando la cara por encima del hombro izquierdo, escupiendo las baldosas cremas y tirando tras de sí la puerta de la calle cerrándola de un golpe seco. Un viaje en bus, Emma inestable.

           “Yo te lo dije hija”, “perdóname mamá, perdóname”. “Tengo fatiga Emma, quiero dormir”. “Descansa mamá”, “gracias hija”. Emma sentada en el piso al lado de la cama, fumándose un Malboro. Llora indignada. A la mañana siguiente, el vehículo de la funeraria frente a la pensión de Doña Ángela, las condolencias de los inquilinos y después Emma solitaria en la sala de velación. Derrotada. Se retira al baño y se ve empapada en sangre. La ambulancia llega con su melodía alarmante. Emma en la camilla, asustada, en la sala de emergencia. Le practican un legrado en el Hospital Municipal. Pierde los ovarios. Emma huérfana de madre y huérfana de hijo. “Maldito John, hijuepuuuuuutaaaaaaa!”.  El hombre retrocede dos pasos y se detiene. No piensa claudicar tan fácil.

         Emma aprieta el mango de la sombrilla con más fuerza y la apoya en el suelo. Da media vuelta y alza la barbilla desafiante. Siente el ardor de la rabia en el cuerpo. El hombre la detalla: leona enjaulada y hambrienta. Está indeciso. Valora las posibilidades. Un taxi ilumina con la farola la cara de Emma y del tipo: Es lampiño, de mandíbula larga, con ojos extraviados y peligrosos. Estornuda. Saca un pañuelo y voltea la cara mirando hacia la cincuenta y uno, en dirección a Puerto Yuma: un kilometro de distancia, calcula. El hombre se pone en marcha y va contando siete, ocho, nueve, diez, once… hasta que la lluvia impide escucharlo

         El agua ha inundado por completo los dos carriles de la calle. Emma asustada, transpira miedo. Está aterrada y feliz al tiempo. Decide cruzar la calle empapando sus pies con la corriente líquida y fría hasta la Avenida del Ferrocarril, victoriosa, casi llorando. Suena el celular con una melodía de Jarabe de palo: tiempo, y reconoce en la pantalla el número telefónico de John. Lo mete de nuevo al bolso, sin remordimiento. Saca el anillo de matrimonio de la cartera de cuero y lo tira al desagüe de la alcantarilla. Se enjuga los lagrimones con el dorso de la mano y sonríe: “Luego dicen que una está loca por vivir estas cosas”. Un taxi hace sonar su bocina al llegar a la esquina. Emma ha cerrado su sombrilla y ha decidido mojarse: libre, libertaria, solitaria. La lluvia sigue barriendo la basura y la arena de las calles, y quizás, también, los arrepentimientos. Emma caminando hasta su casa, perdiéndose entre la multitud de luces, ruidos, pasos, olores y rostros; camina sin culpas encima y cruza la vía con el semáforo titilando en rojo en el preciso instante en que John se pega un tiro en la sien sentado en la cama de un burdel, ebrio.

*Cuento publicado en la revista virtual CINOSARGO el 18/12/2010. Consulta [en línea] http://www.cinosargo.cl/content/view/1156698/Emma-esta-a-la-espera-por-Bladimir-Diaz-Ravelo.html
**Cuento publicado en la Antología Relata 2011. Red de Escritura Creativa del Ministerio de Cultura de Colombia. Consulta [en línea] http://jhonfredysuarezsolano.espacioblog.com/post/2011/12/09/antolog-a-relata-2011
*** Esta última versión del cuento está re-editada.

18 marzo 2013

LOS JUEGOS

Por Bladimir Díaz Ravelo


EL Jurado conformado por Pilar Lozano, Harold Kremer
Martínez y Antonio García Ángel escogieron como ganador este cuento "por su impecable escritura y poder de sugerencia".



Manuelito jugaba a los carritos en la sala mientras el abuelo Anastasio permanecía sentado en una mecedora de mimbre con la cara pintoreteada de lápiz labial. Encima de él un ventilador de aspas polvorientas daba vueltas con cansancio.

—¿Qué tiene el abuelo? -preguntó Pedro Luis en voz baja  al niño luego de cerrar la puerta de la calle con cuidado.

—Nada. Se ha pintado la cara.
Judas. Anciano. Fuente: Internet.
—¿Cuándo? -Preguntó extrañado.

—No sé. Creo que en la mañana.

—¿Y tu hermana lo sabe?

—Tampoco sé. Ella salió temprano esta mañana y el abuelo aún no había salido del cuarto.

—Pero  Mariela estudia en las tardes. Además, ya casi es medio día -dijo Pedro Luis mirando su reloj pulsera. Eran las doce menos diez.

—Estará donde Rafaelito haciendo tareas -el niño detuvo un par de Ferraris rojos en una curva cerrada ante una colisión previsible y miró a Pedro Luis. La luz del sol que se colaba por los calados ubicados encima de la ventana de doble hoja cerrada, le dieron en la carita redonda y morena, agobiada por una viruela mal sobrellevada. Entonces dijo-: Ellos a veces vienen a hacer tareas aquí y se encierran con llave en el cuarto de mamá. Abuelo no dice nada y yo tampoco.

Pedro Luis respiró profundo  y sacó un pañuelo blanco bordado en la punta con un diminuto cascabel negro. Al instante, el niño se levantó del suelo abandonando el juego y puso ambas manos en la cintura. Luego miró la cara triste del viejo.

—¿Tú crees que el abuelo esté loco?

—No, no creo.

—¿Y por qué no? Si uno se pinta la cara así, como de payaso, debe estar loco.

—A lo mejor. A esa edad uno puede confundir el presente con los recuerdos.

—No entiendo -dijo el niño mientras caminaba detrás de Pedro Luis por el corredor hacia el patio. La luz de la cocina estaba encendida.

—¿No entiendes qué? -preguntó Pedro Luis secándose el sudor del cuello con el pañuelo y hundiendo el índice en el interruptor que apagó el bombillo de luz. Volvió los pasos hacia el corredor y vio en el fondo del patio el vetusto tamarindo cargado con sus frutos marrones del tamaño del dedo meñique.

—Eso que dijiste de confundir el tiempo con los recuerdos. ¿Así son los locos? ¿Qué son los recuerdos, tío?

—Son las huellas que el tiempo ha dejado en la vida. Como eso de pintarse la cara de payaso.

Pedro Luis estornudó tres veces seguidas cubriéndose la nariz con el pañuelo.

—¡Salud!

—¡Gracias!

—No entiendo lo que dices -dijo Manuelito recuperando el hilo de la conversación y sentándose en el umbral de la puerta.

—A ver te explico -pero no explicó, preguntó; tal cual hace con sus alumnos en la clase de religión que dicta en la Escuela Oficial María Auxiliadora cuando el torbellino de ideas no cuajaba en palabras-. ¿Qué hiciste ayer? -Pedro Luis guardó el pañuelo en uno de los bolsillos del pantalón caqui y se sentó al lado de Manuelito.

—Jugué a los carritos en la sala. Vi cómo mamá bañaba al abuelo cuando regresó a medio día del trabajo. Le quitó la sobrecama al colchón que olía a berrinche y luego sirvió arroz con ensalada de atún. Mariela se fue al colegio al medio día y regresó temprano con Rafaelito; dijeron que no habían tenido clases y se encerraron juntos en el cuarto de mamá. Cuando salieron agarrados de la mano, yo estaba viendo televisión en la sala y mi hermana todavía tenía puesto el uniforme de educación física. Era raro, porque ella cuando llega a casa no vuelve a salir con el uniforme ni con el bolso del colegio. Luego me llevaron a la tienda de la esquina donde pedí un helado de fresa con uvas pasas, del que me gusta. Dijeron que tenía que quedarme callado o sino, se acabarían los dulces y los paseos hasta la tienda.

—¿Y el abuelo dónde estaba?

—En la sala. El pobre estaba dormido con el televisor encendido y se había hecho popó en los pantalones. Mariela lo trajo al patio, lo sentó encuero en esa silla blanca sobre una tapa caliente que había puesto en la estufa. Le apagó cigarrillos en las piernas y luego lo bañó restregándole el cuero con asco. Lo amenazó con ahogarlo la próxima vez en la alberca. Al poco rato llegó mamá. Mi hermana, esa flacuchenta maluca, le dijo a mamá que el abuelo le había escupido la cara y le había jalado el cabello. Le pidió llorando que lo metieran a un ancianato o al manicomio. El abuelito está viejo y no puede defenderse. Tío ¿El ancianato es lo mismo que el manicomio?

—No. Casi lo mismo, pero no.

—Entonces -continuó Manuelito que se hurgaba la nariz con el índice-, mamá regañó al abuelo diciéndole que lo encerraría de nuevo en el cuarto de los cachivaches. Él se quedó callado con la cabeza hacia abajo. Yo iba a decir la verdad, pero mi hermana me miró con rabia y preferí sentarme a jugar otra vez con los carritos.

Manuelito hizo una pausa, tragó saliva, pegó en la bisagra inferior de la puerta la bolita pegajosa y flexible que había sacado de la su nariz y preguntó:

—Tío ¿Ésos son los recuerdos?

—Sí Manuelito, ésos son los recuerdos -respondió Pedro Luis con amargura.

—Entonces son feos los recuerdos, tío. Yo no quiero tener recuerdos.

Pedro Luis se sonrió por la ocurrencia del sobrino y preguntó.

—¿Por qué estás hoy tan hablador?

—Es que el abuelo Anastasio ya casi no habla. A veces jugamos a que él está muerto y le enciendo velas al rededor de la mecedora y le preguntó: ¿Por qué te moriste abuelito?

—¿Y el abuelo Anastasio qué hace?

—Se revuelca como una lombriz de tierra, pero yo le digo que está quieto igual que una momia. Él se desespera, intenta mecerse pero no puede porque antes he puesto piedritas en las patas de la mecedora. Entonces le pongo un espejo debajo de la nariz, como en la televisión, para ver si lo empaña. Antes de mostrárselo lo limpio con la camisa y se lo ubico frente a los ojos. Enseguidita se le siente la piel fría y me río por dentro porque me ha creído. Le repito que está muerto y preciso se murió en la sala y no en el cuarto. Despuesito me levanto y comienzo a bailar y brincar alrededor de él, gritando como hacen los indios y le digo a Juan, mi amigo invisible, que prepare el horno para meter el cuerpo a la candela.

—¿Y el abuelo cómo reacciona?

—Se queda quieto como un muerto. Hasta que me aburro porque no tiene gracia jugar con alguien que se crea muerto cuando sigue estando vivo.

Se escuchó en la casa el crujir de la puerta de la calle que se abría y le siguió el golpe seco cuando la cerraron.

—Caramba Manuelito... -se oyó la voz chillona de la hermana del niño- ¡Cuántas veces debo decirte que no debes pintarle la cara de payaso al abuelo Anastasio! A la próxima seré yo Manuelito -dijo con falsa dulzura mirando al viejo-, yo quien te ponga en ridículo encerrándote en el cajón del abuelito Anastasio cuando se nos muera de pronto. Y ahí sí vamos a ver quien se verá peor -dijo mientras encendía la luz de la cocina-: si él que parecerá vivo siendo el muerto; o tú Manuelito a quien creerán muerto siendo el vivo.

Mariela esbozó  una amplia sonrisa mientras encendía la estufa: Las ideas macabras eran de su agrado.

Manuelito cambió de color. La angustia de ser algún día un muerto vivo le despertó el pánico. Pedro Luis, confundido igual que un ratón frente a la trampa, se levantó del suelo apoyándose en el hombro del sobrino que más que rabia le inspiró lástima, y caminó hasta la sala donde saludó a su sobrina. Mariela lo besó en la mejilla con simpleza, pero con respeto. Desde que estudiaba en la escuela ella daría por cierto el rumor perverso que que su tío era un mariconcito reprimido y su aroma a bebé de cuna lo confirmaba. Pedro Luis se sentó en una de las sillas del comedor y observó al padre con su respiración pedregosa, su rostro arrugado y huesudo, sus brazos lánguidos surcados por inflamadas venas.

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El hacedor de silencios. Gustavo Zanzero. Pintura en óleo
sobre tela. Fuente: Blog del artista.
De la nada -es un decir, ni Pedro Luis se lo explica- inició a consolarlo la idea repentina, imprevisible, insana, de que a lo mejor el viejo Anastasio desde su mecedora, con su rostro pintado como una marimonda, acaso estaría feliz con el matutino juego de la muerte que su avezado nieto le hacía todas las mañanas qué con este macabro infierno de amenazas y desprecios, pues si yo fuera usted papá, haría lo posible por no despertar nunca y largarme de una buena vez por todas para el otro mundo. Si yo fuera usted papá... pero que va papá, nunca podría ser usted porque usted jamás aceptaría ser yo, ¿me entiende? «Antes preferiría la muerte que aceptar que un hijo mío fuera...» No papá, no soy, no he sido, ya no seré. Coño papá, uno se vuelve ridículo cuando piensa. Debí ser cura como quiso mamá, pero me dio puñetero miedo estar entre tantos hombres. ¿Te fijas? Ahora que te lo confieso me doy cuenta que fui un canalla. «No debiste abandonar; la fe te hubiera salvado de ese calvario mijo», decía mamá, como si sentir fuera un pecado. Caramba papá, me horroriza pensar: primera vez que me atrevo estando tú tan cerca. «Los machos no piensan, mijo, los machos hacen», sí papá, como tú digas te decía y fíjate,  estoy pensando. Si yo fuera tu nieto haría lo mismo. No me lo explico muy bien, pero haría lo mismo. Tal vez por eso no lo reprendo, tal vez porque los machos hacen y no piensan papá, tal vez porque te mereces peor trato -Virgen Santísima que estoy diciendo- y siempre te he respetado tanto, papá. Yo tampoco quiero los recuerdos... Son feos los recuerdos. Qué calamidad verme al espejo y descubrir que soy otro en lugar de ser yo, ¿me entiendes? En lugar de ser yo puñetera madre, yo carajos, yo sin máscaras. Y sin embargo lo he protegido. Seguiré siendo papá, seguiré siendo.

Pedro Luis sintió cómo se le iban deslizando por las mejillas el agua salada de las lágrimas. Quiso levantarse y huir hasta las bancas marrones de la iglesia cuando comenzó despreocupado a secarse los lagrimones con el borde de las manos. Aún le faltaban recriminaciones, pero prefirió no continuar. Anastasio tosió, aunque continuó durmiendo con placidez. El cuerpo desmadejado del padre lo embargó de tristeza y la esbelta figura del sobrino al costado suyo lo sacó del ensimismamiento.

—¿Qué tienes tío... estás llorando?

—No Manuelito, es el sudor.

—Yo creía tío que llorabas, porque mamá dice que los machos no lloran... ¿Verdad?

—Verdad es Manuelito, verdad es.

El niño sonrió satisfecho y se sentó en el piso de cemento a jugar de nuevo con sus carritos: los Ferraris rojos detenidos en una curva cerrada momentos antes, colisionaron en cámara lenta, conducidos por las manos morenas de Manuelito, para luego perderse fulminados entre las patas de madera de las sillas del comedor.

Seudónimo con el que participé: Syka Bloom.