18 marzo 2013

LOS JUEGOS

Por Bladimir Díaz Ravelo


EL Jurado conformado por Pilar Lozano, Harold Kremer
Martínez y Antonio García Ángel escogieron como ganador este cuento "por su impecable escritura y poder de sugerencia".



Manuelito jugaba a los carritos en la sala mientras el abuelo Anastasio permanecía sentado en una mecedora de mimbre con la cara pintoreteada de lápiz labial. Encima de él un ventilador de aspas polvorientas daba vueltas con cansancio.

—¿Qué tiene el abuelo? -preguntó Pedro Luis en voz baja  al niño luego de cerrar la puerta de la calle con cuidado.

—Nada. Se ha pintado la cara.
Judas. Anciano. Fuente: Internet.
—¿Cuándo? -Preguntó extrañado.

—No sé. Creo que en la mañana.

—¿Y tu hermana lo sabe?

—Tampoco sé. Ella salió temprano esta mañana y el abuelo aún no había salido del cuarto.

—Pero  Mariela estudia en las tardes. Además, ya casi es medio día -dijo Pedro Luis mirando su reloj pulsera. Eran las doce menos diez.

—Estará donde Rafaelito haciendo tareas -el niño detuvo un par de Ferraris rojos en una curva cerrada ante una colisión previsible y miró a Pedro Luis. La luz del sol que se colaba por los calados ubicados encima de la ventana de doble hoja cerrada, le dieron en la carita redonda y morena, agobiada por una viruela mal sobrellevada. Entonces dijo-: Ellos a veces vienen a hacer tareas aquí y se encierran con llave en el cuarto de mamá. Abuelo no dice nada y yo tampoco.

Pedro Luis respiró profundo  y sacó un pañuelo blanco bordado en la punta con un diminuto cascabel negro. Al instante, el niño se levantó del suelo abandonando el juego y puso ambas manos en la cintura. Luego miró la cara triste del viejo.

—¿Tú crees que el abuelo esté loco?

—No, no creo.

—¿Y por qué no? Si uno se pinta la cara así, como de payaso, debe estar loco.

—A lo mejor. A esa edad uno puede confundir el presente con los recuerdos.

—No entiendo -dijo el niño mientras caminaba detrás de Pedro Luis por el corredor hacia el patio. La luz de la cocina estaba encendida.

—¿No entiendes qué? -preguntó Pedro Luis secándose el sudor del cuello con el pañuelo y hundiendo el índice en el interruptor que apagó el bombillo de luz. Volvió los pasos hacia el corredor y vio en el fondo del patio el vetusto tamarindo cargado con sus frutos marrones del tamaño del dedo meñique.

—Eso que dijiste de confundir el tiempo con los recuerdos. ¿Así son los locos? ¿Qué son los recuerdos, tío?

—Son las huellas que el tiempo ha dejado en la vida. Como eso de pintarse la cara de payaso.

Pedro Luis estornudó tres veces seguidas cubriéndose la nariz con el pañuelo.

—¡Salud!

—¡Gracias!

—No entiendo lo que dices -dijo Manuelito recuperando el hilo de la conversación y sentándose en el umbral de la puerta.

—A ver te explico -pero no explicó, preguntó; tal cual hace con sus alumnos en la clase de religión que dicta en la Escuela Oficial María Auxiliadora cuando el torbellino de ideas no cuajaba en palabras-. ¿Qué hiciste ayer? -Pedro Luis guardó el pañuelo en uno de los bolsillos del pantalón caqui y se sentó al lado de Manuelito.

—Jugué a los carritos en la sala. Vi cómo mamá bañaba al abuelo cuando regresó a medio día del trabajo. Le quitó la sobrecama al colchón que olía a berrinche y luego sirvió arroz con ensalada de atún. Mariela se fue al colegio al medio día y regresó temprano con Rafaelito; dijeron que no habían tenido clases y se encerraron juntos en el cuarto de mamá. Cuando salieron agarrados de la mano, yo estaba viendo televisión en la sala y mi hermana todavía tenía puesto el uniforme de educación física. Era raro, porque ella cuando llega a casa no vuelve a salir con el uniforme ni con el bolso del colegio. Luego me llevaron a la tienda de la esquina donde pedí un helado de fresa con uvas pasas, del que me gusta. Dijeron que tenía que quedarme callado o sino, se acabarían los dulces y los paseos hasta la tienda.

—¿Y el abuelo dónde estaba?

—En la sala. El pobre estaba dormido con el televisor encendido y se había hecho popó en los pantalones. Mariela lo trajo al patio, lo sentó encuero en esa silla blanca sobre una tapa caliente que había puesto en la estufa. Le apagó cigarrillos en las piernas y luego lo bañó restregándole el cuero con asco. Lo amenazó con ahogarlo la próxima vez en la alberca. Al poco rato llegó mamá. Mi hermana, esa flacuchenta maluca, le dijo a mamá que el abuelo le había escupido la cara y le había jalado el cabello. Le pidió llorando que lo metieran a un ancianato o al manicomio. El abuelito está viejo y no puede defenderse. Tío ¿El ancianato es lo mismo que el manicomio?

—No. Casi lo mismo, pero no.

—Entonces -continuó Manuelito que se hurgaba la nariz con el índice-, mamá regañó al abuelo diciéndole que lo encerraría de nuevo en el cuarto de los cachivaches. Él se quedó callado con la cabeza hacia abajo. Yo iba a decir la verdad, pero mi hermana me miró con rabia y preferí sentarme a jugar otra vez con los carritos.

Manuelito hizo una pausa, tragó saliva, pegó en la bisagra inferior de la puerta la bolita pegajosa y flexible que había sacado de la su nariz y preguntó:

—Tío ¿Ésos son los recuerdos?

—Sí Manuelito, ésos son los recuerdos -respondió Pedro Luis con amargura.

—Entonces son feos los recuerdos, tío. Yo no quiero tener recuerdos.

Pedro Luis se sonrió por la ocurrencia del sobrino y preguntó.

—¿Por qué estás hoy tan hablador?

—Es que el abuelo Anastasio ya casi no habla. A veces jugamos a que él está muerto y le enciendo velas al rededor de la mecedora y le preguntó: ¿Por qué te moriste abuelito?

—¿Y el abuelo Anastasio qué hace?

—Se revuelca como una lombriz de tierra, pero yo le digo que está quieto igual que una momia. Él se desespera, intenta mecerse pero no puede porque antes he puesto piedritas en las patas de la mecedora. Entonces le pongo un espejo debajo de la nariz, como en la televisión, para ver si lo empaña. Antes de mostrárselo lo limpio con la camisa y se lo ubico frente a los ojos. Enseguidita se le siente la piel fría y me río por dentro porque me ha creído. Le repito que está muerto y preciso se murió en la sala y no en el cuarto. Despuesito me levanto y comienzo a bailar y brincar alrededor de él, gritando como hacen los indios y le digo a Juan, mi amigo invisible, que prepare el horno para meter el cuerpo a la candela.

—¿Y el abuelo cómo reacciona?

—Se queda quieto como un muerto. Hasta que me aburro porque no tiene gracia jugar con alguien que se crea muerto cuando sigue estando vivo.

Se escuchó en la casa el crujir de la puerta de la calle que se abría y le siguió el golpe seco cuando la cerraron.

—Caramba Manuelito... -se oyó la voz chillona de la hermana del niño- ¡Cuántas veces debo decirte que no debes pintarle la cara de payaso al abuelo Anastasio! A la próxima seré yo Manuelito -dijo con falsa dulzura mirando al viejo-, yo quien te ponga en ridículo encerrándote en el cajón del abuelito Anastasio cuando se nos muera de pronto. Y ahí sí vamos a ver quien se verá peor -dijo mientras encendía la luz de la cocina-: si él que parecerá vivo siendo el muerto; o tú Manuelito a quien creerán muerto siendo el vivo.

Mariela esbozó  una amplia sonrisa mientras encendía la estufa: Las ideas macabras eran de su agrado.

Manuelito cambió de color. La angustia de ser algún día un muerto vivo le despertó el pánico. Pedro Luis, confundido igual que un ratón frente a la trampa, se levantó del suelo apoyándose en el hombro del sobrino que más que rabia le inspiró lástima, y caminó hasta la sala donde saludó a su sobrina. Mariela lo besó en la mejilla con simpleza, pero con respeto. Desde que estudiaba en la escuela ella daría por cierto el rumor perverso que que su tío era un mariconcito reprimido y su aroma a bebé de cuna lo confirmaba. Pedro Luis se sentó en una de las sillas del comedor y observó al padre con su respiración pedregosa, su rostro arrugado y huesudo, sus brazos lánguidos surcados por inflamadas venas.

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El hacedor de silencios. Gustavo Zanzero. Pintura en óleo
sobre tela. Fuente: Blog del artista.
De la nada -es un decir, ni Pedro Luis se lo explica- inició a consolarlo la idea repentina, imprevisible, insana, de que a lo mejor el viejo Anastasio desde su mecedora, con su rostro pintado como una marimonda, acaso estaría feliz con el matutino juego de la muerte que su avezado nieto le hacía todas las mañanas qué con este macabro infierno de amenazas y desprecios, pues si yo fuera usted papá, haría lo posible por no despertar nunca y largarme de una buena vez por todas para el otro mundo. Si yo fuera usted papá... pero que va papá, nunca podría ser usted porque usted jamás aceptaría ser yo, ¿me entiende? «Antes preferiría la muerte que aceptar que un hijo mío fuera...» No papá, no soy, no he sido, ya no seré. Coño papá, uno se vuelve ridículo cuando piensa. Debí ser cura como quiso mamá, pero me dio puñetero miedo estar entre tantos hombres. ¿Te fijas? Ahora que te lo confieso me doy cuenta que fui un canalla. «No debiste abandonar; la fe te hubiera salvado de ese calvario mijo», decía mamá, como si sentir fuera un pecado. Caramba papá, me horroriza pensar: primera vez que me atrevo estando tú tan cerca. «Los machos no piensan, mijo, los machos hacen», sí papá, como tú digas te decía y fíjate,  estoy pensando. Si yo fuera tu nieto haría lo mismo. No me lo explico muy bien, pero haría lo mismo. Tal vez por eso no lo reprendo, tal vez porque los machos hacen y no piensan papá, tal vez porque te mereces peor trato -Virgen Santísima que estoy diciendo- y siempre te he respetado tanto, papá. Yo tampoco quiero los recuerdos... Son feos los recuerdos. Qué calamidad verme al espejo y descubrir que soy otro en lugar de ser yo, ¿me entiendes? En lugar de ser yo puñetera madre, yo carajos, yo sin máscaras. Y sin embargo lo he protegido. Seguiré siendo papá, seguiré siendo.

Pedro Luis sintió cómo se le iban deslizando por las mejillas el agua salada de las lágrimas. Quiso levantarse y huir hasta las bancas marrones de la iglesia cuando comenzó despreocupado a secarse los lagrimones con el borde de las manos. Aún le faltaban recriminaciones, pero prefirió no continuar. Anastasio tosió, aunque continuó durmiendo con placidez. El cuerpo desmadejado del padre lo embargó de tristeza y la esbelta figura del sobrino al costado suyo lo sacó del ensimismamiento.

—¿Qué tienes tío... estás llorando?

—No Manuelito, es el sudor.

—Yo creía tío que llorabas, porque mamá dice que los machos no lloran... ¿Verdad?

—Verdad es Manuelito, verdad es.

El niño sonrió satisfecho y se sentó en el piso de cemento a jugar de nuevo con sus carritos: los Ferraris rojos detenidos en una curva cerrada momentos antes, colisionaron en cámara lenta, conducidos por las manos morenas de Manuelito, para luego perderse fulminados entre las patas de madera de las sillas del comedor.

Seudónimo con el que participé: Syka Bloom.

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