30 mayo 2013

Canción para un Dinosaurio



Por Marianne Ponsford*




Charly, préstamela:
Los que son solitarios pueden desaparecer,
Con los labios pintados pueden desaparecer.
Los que no quieren partos pueden desaparecer.
La persona que amas puede desaparecer.
Los que abrazan espaldas, pueden desaparecer en la espalda.
Los que buscan la noche, pueden desaparecer en la noche.
Los que escriben poemas pueden desaparecer.
Pero los dinosaurios van a desaparecer.
No estoy tranquila, mi amor, hoy es jueves en la tarde, un político habla.
Oh mi amor, el orador es sucio.
Si los azules, mi amor, botan todo ese montón de excrecencias baratas,
Oh, mi amor, yo quiero ser lesbiana,
si en Colombia escupen por la boca,
lo que no pueden soltar abajo,
Imaginen a los dinosaurios en la cama.
Si en Colombia escupen por la boca,
lo que no pueden soltar abajo,
Imaginen a los dinosaurios en la cama.
Mis mejores amigos pueden desaparecer.
Y algún expresidente puede desaparecer.
Jaramillo y Vallejo pueden desaparecer.
Los padres amorosos pueden desaparecer.
Los maricas del barrio pueden desaparecer en el barrio.
Los varones en catres pueden desaparecer en el catre.
Los más grandes artistas pueden desaparecer.
Pero los dinosaurios van a desaparecer.
Estoy inquieta, mi amor, él licita esta noche las troncales urbanas,
Oh mi amor, doscientos mil millones.
Si su familia, mi amor, mete todo ese montón de dinero en el banco,
Oh, mi amor, yo quiero estar sin plata,
Cuando Valorcon ataca,
Es mejor no estar atado a nada.
Imaginen a los negociantes en la cana.
Los que son inocentes pueden desaparecer.
San José tan estéril puede desaparecer.
El obispo de turno puede desaparecer.
Las nulíparas monjas pueden desaparecer en las monjas.
El espíritu santo puede desaparecer
en el santo.
Los que adoptan criaturas pueden desaparecer.
Pero los animales van a desaparecer.
Sí estoy contenta, mi amor, hoy es sábado en la noche, él detesta mi alma.
Oh mi amor, para él soy vagina,
Si en sus sueños, mi amor, coge todo ese montón de excremento en la mano,
Oh, mi amor, yo quiero estar muy lejos.
Cuando un odia-mujeres reza,
Es mejor ser sordo y ciego.
Imaginen a los confundidos con su almohada.

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Sin duda, esta provocación de Mariana Ponsford se entiende y se goza mejor con este video Los Dinosaurios del canta-autor argentino Charly García.

                        

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*Marianne Ponsford saltó a la luz pública en mayo de 1999 cuando asumió el timón de la tradicional revista Cromos. Desde la dirección tuvo el carácter para conservar el rumbo de la publicación y mantenerla alejada de los vaivenes de la política mientras ganaba celebridad por ser una crítica severa, sin pelos en la lengua y dotada de una pluma certera. Lectora voraz y dueña de una extraña belleza, Marianne, nacida en Bogotá, de padre británico y madre colombiana, estudió comunicación en la Javeriana y luego viajó a España, en donde inició su carrera en las editoriales Turner y Siruela. Vivió ocho años en Madrid y dos más en Londres, donde estudió una maestría a tiempo que se desempeñaba como corresponsal de la revista Cambio16 de España. Regresó al país para fundar, con el escritor Andrés Hoyos, la revista El Malpensante. En 1998 ganó el premio de periodismo Simón Bolívar en la categoría de Mejor Crónica con un trabajo sobre la vida de Chavela Vargas. Actualmente es directora de la Revista Arcadia en Publicaciones Semana. 

    Fuentes consultada en línea 30/05/2013 [http://www.semana.com/enfoque/articulo/marianne-ponsford/49573-3
    Poema publicado el 24 de Noviembre de 2012 y consultado en línea 30/05/2013 [http://www.elespectador.com/opinion/columna-388925-cancion-un-dinosaurio]

    19 mayo 2013

    Ofrenda al sátrapa.

    Jorge Rafael Videla.

    Ofrenda al sátrapa
                                                         Por Bladimir Díaz Ravelo


    Murió Videla.
    Murió en la cárcel,
    solo el maldito
                                sin arrepentimiento
                                sin remordimientos.

    Murió el dictador.
    El otrora padre de la Patria Argentina...
    El asesino.
    Murió rabioso y enfermo
                                 sin hambre 
                                 sin ceremonias.

    Murió el ex comandante en jefe
    preñado de desaparecidos,
    de apuñalados y de huérfanos.
    Hijo sin madre, indultado
                                      por Menem 
                                     arrestado por Kirchner.

    Latinoamérica: Murió Videla.
    Es cierto, creédme, murió el verdugo.
    Ése, el tirano, el del frío rostro fue hallado 
    mirando el piso de la celda
                                     sin perdón,
                                     sin esbirros.

    En las amplias salas de sus caudillos 
    se ofrendarán al sátrapa
    flores siniestras, en secreto.
    Y dormidos, los hijos desaparecidos
    lo soñarán padeciendo sin descanso, 
                                        el grito doloroso
                                        de aquellos míos: los torturados.   

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    Para aquellos que deseen seguir conociendo más sobre el periodo argentino de la dictadura, dejo a continuación un documental con testimonios sobre Rodolfo Walsh, escritor argentino que fustigó a la dictadura con su irresistible e irascible pluma.


                           


    Comparto a su vez, el maravilloso cuento "Esa Mujer" de Rodolfo Walsh.


    Esa mujer


       El coronel elogia mi puntualidad:
        Es puntual como los alemanes dice.
        O como los ingleses.
        El coronel tiene apellido alemán.
        Es un hombre corpulento, canoso, de cara ancha, tostada.
        He leído sus cosas propone. Lo felicito.
        Mientras sirve dos grandes vasos de whisky, me va informando, casualmente, que tiene veinte años de servicios de informaciones, que ha estudiado filosofía y letras, que es un curioso del arte. No subraya nada, simplemente deja establecido el terreno en que podemos operar, una zona vagamente común.
        Desde el gran ventanal del décimo piso se ve la ciudad en el atardecer, las luces pálidas del río. Desde aquí es fácil amar, siquiera momentáneamente, a Buenos Aires. Pero no es ninguna forma concebible de amor lo que nos ha reunido.
        El coronel busca unos nombres, unos papeles que acaso yo tenga.
        Yo busco una muerta, un lugar en el mapa. Aún no es una búsqueda, es apenas una fantasía: la clase de fantasía perversa que algunos sospechan que podría ocurrírseme.
        Algún día (pienso en momentos de ira) iré a buscarla. Ella no significa nada para mí, y sin embargo iré tras el misterio de su muerte, detrás de sus restos que se pudren lentamente en algún remoto cementerio. Si la encuentro, frescas altas olas de cólera, miedo y frustrado amor se alzarán, poderosas vengativas olas, y por un momento ya no me sentiré solo, ya no me sentiré como una arrastrada, amarga, olvidada sombra.
        El coronel sabe dónde está.
        Se mueve con facilidad en el piso de muebles ampulosos, ornado de marfiles y de bronces, de platos de Meissen y Cantón. Sonrío ante el Jongkind falso, el Fígari dudoso. Pienso en la cara que pondría si le dijera quién fabrica los Jongkind, pero en cambio elogio su whisky.
        El bebe con vigor, con salud, con entusiasmo, con alegría, con superioridad, con desprecio. Su cara cambia y cambia, mientras sus manos gordas hacen girar el vaso lentamente.
        Esos papeles dice.
        Lo miro.
        Esa mujer, coronel.
        Sonríe.
        Todo se encadena filosofa.
        A un potiche de porcelana de Viena le falta una esquirla en la base. Una lámpara de cristal está rajada. El coronel, con los ojos brumosos y sonriendo, habla de la bomba.
        La pusieron en el palier. Creen que yo tengo la culpa. Si supieran lo que he hecho por ellos, esos roñosos.
        ¿Mucho daño? pregunto. Me importa un carajo.
        Bastante. Mi hija. La he puesto en manos de un psiquiatra. Tiene doce años dice.
        El coronel bebe, con ira, con tristeza, con miedo, con remordimiento.
        Entra su mujer, con dos pocillos de café.
        Contale vos, Negra.
        Ella se va sin contestar; una mujer alta, orgullosa, con un rictus de neurosis. Su desdén queda flotando como una nubecita.
        La pobre quedó muy afectada explica el coronel. Pero a usted no le importa esto.
        ¡Cómo no me va a importar!... Oí decir que al capitán N y al mayor X también les ocurrió alguna desgracia después de aquello.
        El coronel se ríe.
        La fantasía popular -dice-. Vea cómo trabaja. Pero en el fondo no inventan nada. No hacen más que repetir.
        Enciende un Marlboro, deja el paquete a mi alcance sobre la mesa.
        -Cuénteme cualquier chiste -dice.
        Pienso. No se me ocurre.
        Cuénteme cualquier chiste político, el que quiera, y yo le demostraré que estaba inventado hace veinte años, cincuenta años, un siglo. Que se usó tras la derrota de Sedán, o a propósito de Hindenburg, de Dollfuss, de Badoglio.
        -¿Y esto?
        La tumba de Tutankamón -dice el coronel-. Lord Carnavon. Basura.
        El coronel se seca la transpiración con la mano gorda y velluda.
        -Pero el mayor X tuvo un accidente, mató a su mujer.
        ¿Qué más? dice, haciendo tintinear el hielo en el vaso.
        -Le pegó un tiro una madrugada.
        La confundió con un ladrón sonríe el coronel . Esas cosas ocurren.
        Pero el capitán N. . .
        Tuvo un choque de automóvil, que lo tiene cualquiera, y más él, que no ve un caballo ensillado cuando se pone en pedo.
        ¿Y usted, coronel?
        Lo mío es distinto dice. Me la tienen jurada.
        Se para, da una vuelta alrededor de la mesa.
        Creen que yo tengo la culpa. Esos roñosos no saben lo que yo hice por ellos. Pero algún día se va a escribir la historia. A lo mejor la va a escribir usted.
        Me gustaría.
        Y yo voy a quedar limpio, yo voy a quedar bien. No es que me importe quedar bien con esos roñosos, pero sí ante la historia, ¿comprende?
        Ojalá dependa de mí, coronel.
        Anduvieron rondando. Una noche, uno se animó. Dejó la bomba en el palier y salió corriendo.
        Mete la mano en una vitrina, saca una figurita de porcelana policromada, una pastora con un cesto de flores.
        -Mire.
        A la pastora le falta un bracito.
        Derby -dice. Doscientos años.
        La pastora se pierde entre sus dedos repentinamente tiernos. El coronel tiene una mueca de fierro en la cara nocturna, dolorida.
        ¿Por qué creen que usted tiene la culpa?
        Porque yo la saqué de donde estaba, eso es cierto, y la llevé donde está ahora, eso también es cierto. Pero ellos no saben lo que querían hacer, esos roñosos no saben nada, y no saben que fui yo quien lo impidió.
        El coronel bebe, con ardor, con orgullo, con fiereza, con elocuencia, con método.
        -Porque yo he estudiado historia. Puedo ver las cosas con perspectiva histórica. Yo he leído a Hegel.
        ¿Qué querían hacer?
        Fondearla en el río, tirarla de un avión, quemarla y arrojar los restos por el inodoro, diluirla en ácido. ¡Cuanta basura tiene que oír uno! Este país está cubierto de basura, uno no sabe de dónde sale tanta basura, pero estamos todos hasta el cogote.
        Todos, coronel. Porque en el fondo estamos de acuerdo, ¿no? Ha llegado la hora de destruir. Habría que romper todo.
        -Y orinarle encima.
        Pero sin remordimientos, coronel. Enarbolando alegremente la bomba y la picana. ¡Salud! -digo levantando el vaso.
        No contesta. Estamos sentados junto al ventanal. Las luces del puerto brillan azul mercurio. De a ratos se oyen las bocinas de los automóviles, arrastrándose lejanas como las voces de un sueño. El coronel es apenas la mancha gris de su cara sobre la mancha blanca de su camisa.
        Esa mujer le oigo murmurar. Estaba desnuda en el ataúd y parecía una virgen. La piel se le había vuelto transparente. Se veían las metástasis del cáncer, como esos dibujitos que uno hace en una ventanilla mojada.
        El coronel bebe. Es duro.
        Desnuda dice. Éramos cuatro o cinco y no queríamos mirarnos. Estaba ese capitán de navío, y el gallego que la embalsamó, y no me acuerdo quién más. Y cuando la sacamos del ataúd -el coronel se pasa la mano por la frente, cuando la sacamos, ese gallego asqueroso...
        Oscurece por grados, como en un teatro. La cara del coronel es casi invisible. Sólo el whisky brilla en su vaso, como un fuego que se apaga despacio. Por la puerta abierta del departamento llegan remotos ruidos. La puerta del ascensor se ha cerrado en la planta baja, se ha abierto más cerca. El enorme edificio cuchichea, respira, gorgotea con sus cañerías, sus incineradores, sus cocinas, sus chicos, sus televisores, sus sirvientas, Y ahora el coronel se ha parado, empuña una metralleta que no le vi sacar de ninguna parte, y en puntas de pie camina hacia el palier, enciende la luz de golpe, mira el ascético, geométrico, irónico vacío del palier, del ascensor, de la escalera, donde no hay absolutamente nadie y regresa despacio, arrastrando la metralleta.
        Me pareció oír. Esos roñosos no me van a agarrar descuidado, como la vez pasada.
        Se sienta, más cerca del ventanal ahora. La metralleta ha desaparecido y el coronel divaga nuevamente sobre aquella gran escena de su vida.
        ...se le tiró encima, ese gallego asqueroso. Estaba enamorado del cadáver, la tocaba, le manoseaba los pezones. Le di una trompada, mire -el coronel se mira los nudillos, que lo tiré contra la pared. Está todo podrido, no respetan ni a la muerte. ¿Le molesta la oscuridad?
        No.
        Mejor. Desde aquí puedo ver la calle. Y pensar. Pienso siempre. En la oscuridad se piensa mejor.
        Vuelve a servirse un whisky.
        Pero esa mujer estaba desnuda -dice, argumenta contra un invisible contradictor-. Tuve que taparle el monte de Venus, le puse una mortaja y el cinturón franciscano.
        Bruscamente se ríe.
        Tuve que pagar la mortaja de mi bolsillo. Mil cuatrocientos pesos. Eso le demuestra, ¿eh? Eso le demuestra.
        Repite varias veces "Eso le demuestra", como un juguete mecánico, sin decir qué es lo que eso me demuestra.
        -Tuve que buscar ayuda para cambiarla de ataúd. Llamé a unos obreros que había por ahí. Figúrese como se quedaron. Para ellos era una diosa, qué sé yo las cosas que les meten en la cabeza, pobre gente.
        ¿Pobre gente?
        Sí, pobre gente.El coronel lucha contra una escurridiza cólera interior. Yo también soy argentino.
        Yo también, coronel, yo también. Somos todos argentinos.
        Ah, bueno dice.
        ¿La vieron así?
        Sí, ya le dije que esa mujer estaba desnuda. Una diosa, y desnuda, y muerta. Con toda la muerte al aire, ¿sabe? Con todo, con todo...
        La voz del coronel se pierde en una perspectiva surrealista, esa frasecita cada vez más rémova encuadrada en sus líneas de fuga, y el descenso de la voz manteniendo una divina proporción o qué. Yo también me sirvo un whisky.
        Para mí no es nada -dice el coronel. Yo estoy acostumbrado a ver mujeres desnudas. Muchas en mi vida. Y hombres muertos. Muchos en Polonia, el 39. Yo era agregado militar, dése cuenta.
        Quiero darme cuenta, sumo mujeres desnudas más hombres muertos, pero el resultado no me da, no me da, no me da... Con un solo movimiento muscular me pongo sobrio, como un perro que se sacude el agua.
        A mí no me podía sorprender. Pero ellos...
        ¿Se impresionaron?
        Uno se desmayó. Lo desperté a bofetadas. Le dije: "Maricón, ¿ésto es lo que hacés cuando tenés que enterrar a tu reina? Acordate de San Pedro, que se durmió cuando lo mataban a Cristo." Después me agradeció.
        Miró la calle. "Coca" dice el letrero, plata sobre rojo. "Cola" dice el letrero, plata sobre rojo. La pupila inmensa crece, círculo rojo tras concéntrico círculo rojo, invadiendo la noche, la ciudad, el mundo. "Beba".
        Beba dice el coronel.
        Bebo.
        ¿Me escucha?
        -Lo escucho.
        Le cortamos un dedo.
        ¿Era necesario?
        El coronel es de plata, ahora. Se mira la punta del índice, la demarca con la uña del pulgar y la alza.
        Tantito así. Para identificarla.
        -¿No sabían quién era?
        Se ríe. La mano se vuelve roja. "Beba".
        Sabíamos, sí. Las cosas tienen que ser legales. Era un acto histórico, ¿comprende?
        Comprendo.
        -La impresión digital no agarra si el dedo está muerto. Hay que hidratarlo. Más tarde se lo pegamos.
        ¿Y?
        Era ella. Esa mujer era ella.
        ¿Muy cambiada?
        No, no, usted no me entiende. lgualita. Parecía que iba a hablar, que iba a... Lo del dedo es para que todo fuera legal. El profesor R. controló todo, hasta le sacó radiografías.
        ¿El profesor R.?
        -Sí. Eso no lo podía hacer cualquiera. Hacía falta alguien con autoridad científica, moral.
        En algún lugar de la casa suena, remota, entrecortada, una campanilla. No veo entrar a la mujer del coronel, pero de pronto esta ahí, su voz amarga, inconquistable.
        ¿Enciendo?
        No.
        Teléfono.
        Deciles que no estoy.
        Desaparece.
        Es para putearme explica el coronel-. Me llaman a cualquier hora. A las tres de la madrugada, a las cinco.
        -Ganas de joder digo alegremente.
        Cambié tres veces el número del teléfono. Pero siempre lo averiguan.
        ¿Qué le dicen?
        Que a mi hija le agarre la polio. Que me van a cortar los huevos. Basura.
       
    Oigo el hielo en el vaso, como un cencerro lejano.
        Hice una ceremonia, los arengué. Yo respeto las ideas, les dije. Esa mujer hizo mucho por ustedes. Yo la voy a enterrar como cristiana. Pero tienen que ayudarme.
        El coronel está de pie y bebe con coraje, con exasperación, con grandes y altas ideas que refluyen sobre él como grandes y altas olas contra un peñasco y lo dejan intocado y seco, recortado y negro, rojo y plata.
        La sacamos en un furgón, la tuve en Viamonte, después en 25 de Mayo, siempre cuidándola, protegiéndola, escondiéndola. Me la querían quitar, hacer algo con ella. La tapé con una lona, estaba en mi despacho, sobre un armario, muy alto. Cuando me preguntaban qué era, les decía que era el transmisor de Córdoba, la Voz de la Libertad.
        Ya no sé dónde está el coronel. El reflejo plateado lo busca, la pupila roja. Tal vez ha salido. Tal vez ambula entre los muebles. El edificio huele vagamente a sopa en la cocina, colonia en el baño, pañales en la cuna, remedios, cigarrillos, vida, muerte.
        -Llueve -dice su voz extraña.
        Miro el cielo: el perro Sirio, el cazador Orión.
        Llueve día por medio dice el coronel-. Día por medio llueve en un jardín donde todo se pudre, las rosas, el pino, el cinturón franciscano.
        Dónde, pienso, dónde.
        ¡Está parada! -grita el coronel. ¡La enterré parada, como Facundo, porque era un macho!
        Entonces lo veo, en la otra punta de la mesa. Y por un momento, cuando el resplandor cárdeno lo baña, creo que llora, que gruesas lágrimas le resbalan por la cara.
        No me haga caso -dice, se sienta. Estoy borracho.
        Y largamente llueve en su memoria.
        Me paro, le toco el hombro.
        ¿Eh? -dice ¿Eh? -dice.
        Y me mira con desconfianza, como un ebrio que se despierta en un tren desconocido.
        -¿La sacaron del país?
        -Sí.
        ¿La sacó usted?
        Sí.
        -¿Cuántas personas saben?
        DOS.
        ¿El Viejo sabe?
        Se ríe.
        -Cree que sabe.
        ¿Dónde?
        No contesta.
        Hay que escribirlo, publicarlo.
        Sí. Algún día.
        Parece cansado, remoto.
        ¡Ahora! me exaspero. ¿No le preocupa la historia? ¡Yo escribo la historia, y usted queda bien, bien para siempre, coronel!
        La lengua se le pega al paladar, a los dientes.
        -Cuando llegue el momento... usted será el primero...
        No, ya mismo. Piense. Paris Match. Life. Cinco mil dólares. Diez mil. Lo que quiera.
        Se ríe.
        ¿Dónde, coronel, dónde?
        Se para despacio, no me conoce. Tal vez va a preguntarme quién soy, qué hago ahí.
        Y mientras salgo derrotado, pensando que tendré que volver, o que no volveré nunca. Mientras mi dedo índice inicia ya ese infatigable itinerario por los mapas, uniendo isoyetas, probabilidades, complicidades. Mientras sé que ya no me interesa, y que justamente no moveré un dedo, ni siquiera en un mapa, la voz del coronel me alcanza como una revelación.
        Es mía -dice simplemente. Esa mujer es mía.



    "Esa mujer" fue publicado en "Los oficios terrestres", Ediciones De la Flor, 1986. © Herederos de Rodolfo Walsh

               

    01 mayo 2013

    Cuento: Versión Libre.



    VERSIÓN LIBRE


    Por Blanca Nubia Orozco Rueda.


    Este es uno de los mejores cuentos que he leído. Es de Blanca Nubia, mi querida amiga y colega, oriunda de Barrancabermeja y amante de historias que perturban. Este cuento goza de lo mejor de su técnica y de una tensión medida cuidadosamente. Fue publicado en la Antología “Este verde país” del MinCultura de Colombia en 2008 y, con la venia de la autora, lo he sacado del selecto anonimato para que circule en este amplio mundo virtual del internet.
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        La campana del reloj anunció las seis de la tarde. Empecé a temblar como una hoja, la hora se acercaba. Tenía que sacar la escopeta y cargarla.

    Decidida, me acerqué al viejo armario de la habitación. Sabía que ella estaba ahí, aguardándome para cumplir mi promesa. Empecé a llorar. Mi vida entera iniciaba una carrera loca hacia un abismo insondable sin detenerme. Ya no podía parar; no había retroceso.

    Saqué la escopeta del armario y un cartucho de perdigones calibre 12. Me senté sobre la cama y tendí el arma sobre mis piernas amoratadas. Con un leve movimiento la abrí, tal y como él mismo me enseño. Las manos me sudaban. A toda prisa introduje el cartucho en el vientre negro y frío de la escopeta. Luego la cerré. Traté de no pensar. No quería arrepentirme. No podía hacerlo.

    Salí del cuarto. Sin darme tregua llegué hasta la sala. Me recosté en la pared del fondo, frente a la puerta que da a la calle. Apoyé sobre el piso la culata de la escopeta y la sostuve por el cañón con la mano izquierda. Aguardé.

    Miré el reloj, eran las seis y diez. El tiempo transcurría eterno y la espera se hacía insoportable; mi vida cambiaría en cualquier momento. La ansiedad me embargaba. Mi cuerpo se convirtió en una masa de estertores, húmedos y calientes. Cerré los ojos.

    Lo conocí hace un año en una fiesta de cumpleaños. Una amiga me invitó. Medía casi dos metros. Era corpulento y tenía unas manos enormes, envueltas en una piel de bebé de parvulario. Su rostro hermoso de mejillas sonrosadas se adornaba con un espeso bigote. Su cabello oscuro caía en rizos sobre su frente amplia. Cuando nos presentaron se quedó mirándome con unos ojos profundos. Empezó por escudriñar mi rostro y luego, casi con descaro, su mirada desnudó mi cuerpo. No sentí enojo; se encendía fuego sobre mi piel agitada. Fue amor y pasión a primera vista.

    Seguimos viéndonos con frecuencia. Empezó a cortejarme. No tuvo que hacer mayor esfuerzo para conquistarme; me moría por él. Me imantaba su mezcla rara entre exótico, extravagante, vulgar y divino. Su halo me envolvió y ya no pude escapar; no deseaba hacerlo.

    Dos meses después compartíamos casa y lecho. La vida me cambió. La noche del viernes de nuestra primera semana juntos lo esperé en vano. Vestida con la diminuta bata roja que me envolvía en ardientes sentimientos, me dormí en la madrugada con el corazón encogido y el rostro en lágrimas. Llego después de las cinco. Se acercó a la cama, se quedó mirándome con ojos luciferinos y, sin mediar palabra, me descargó un golpe en pleno rostro. Sentí sobre mi boca una ráfaga incandescente. Subió por mi nariz y se estrelló en mi cerebro. Casi pierdo el conocimiento.

    Me agarró por el cabello y me tiró al piso. Mis labios sangraban. Empecé a gritar. Todo en mí era terror e incertidumbre; jamás imaginé tan inesperado y brutal ataque. Como pude, logré esquivar un segundo golpe y salí despavorida del cuarto. Con movimientos lentos trató de alcanzarme mientras me insultaba con locura. Se detuvo. Como un autómata giró
    Picasso: Mujer llorando.
    sobre sus pasos, se tendió sobre el lecho y se durmió. El ambiente se cargó de alcohol. 


    Rato después regresé a la habitación con sigilo. Temblando de pánico y rabia saqué mi ropa del armario y la metí a empellones en una maleta. A toda prisa me quité la bata roja. Sin bañarme para no hacer ruido, me puse un jean y una camiseta blanca. Sólo pensaba en escapar de casa. De él. Me disponía a salir del cuarto, maleta en mano y en puntillas, cuando sentí sobre mi espalda el ardor de su mirada. Me di vuelta llena de terror.

    Tenía cara de niño grande. Tambaleando se me acercó con lentitud, se arrodilló sin decir nada y me besó los pies. Sus ojos estaban tan llenos de lágrimas como los míos.

    – Perdóname, no sabía lo que hacía. Te imaginé con otro en mi cama -me dijo y señaló la bata roja en el piso-. No te alejes. No soy nada sin ti -agregó con su voz alquitranada.

    Juró que no volvería a lastimarme. Yo le creí. Me levantó en sus brazos y me acomodó con suavidad sobre la cama. Su ropa y su piel eran una aturdidora mezcla de olores imprecisos. No me resistí. De un zarpazo se apoderó de mi voluntad, mi vida y mi cuerpo. Horas después sólo mi rostro frente al espejo clamaba por mi dignidad. 

    Pasaron los meses. Las escenas de celos se fueron haciendo frecuentes. Los golpes volvieron y se quedaron asentados en mi cuerpo y mi cerebro, y con ellos los arrepentimientos, los perdones y los retozos. Por los agujeros de mi alma se fue colando el rencor hasta anidarse junto a la desolación y el miedo. Dejé de amarlo, pero el infierno de la pasión enfermiza que lograba encender en mí resistía marcharse.

    Lo abandoné un par de veces. Siempre me encontraba, o quizá yo dejaba una ventana
    Picasso: Mujer llorando
    abierta para que lo lograra. Llovían Flores, finos regalos, serenatas, lágrimas y arrepentimientos. Me amaba con locura. Lo sé. Pero me destruía. Aún así, yo regresaba. La adicción a su fuego y su infierno fue consumiendo mi alma entre el odio y el miedo. Triunfó el odio. 

    En la mañana de ayer me golpeó. Decidí que al anochecer lo mataría. Lo juré hace una semana, después de una golpiza que me dejó casi muerta. Ese día no corrí. No grité. No sentí miedo. Una furia sorda se apoderó de todo mi ser. Me mantuve de pie hasta el final de su desenfreno.

    – Si vuelves a pegarme, te juro que te mato -le dije con toda la carga de mi rencor acumulado.

    Él estaba a punto de salir de la habitación y se devolvió para golpearme de nuevo. Una indescifrable sensación debió detener su mano. Dio media vuelta y se fue.

    No le hablé durante los tres días siguientes de la agresión. Esquivé su presencia. La idea de matarlo revoleteó incesantemente en mi cerebro. No trató de doblegarme con las argucias de su pasión. Encontró en mi indiferencia un nuevo pretexto para arrinconarme con sus celos. Ayer sucumbió a su delirio y trazó nuestros destinos.

    El reloj anunció las seis y treinta con una  campanada larga y profunda. Abrí los ojos cuando escuché la llave a través de la puerta. Me estremecí. Levanté la escopeta, me recosté en la pared y afirmé la culata contra mi hombro derecho. Calculé la distancia hasta el umbral y la altura de su corazón. Abrí un poco las piernas para soportar el efecto del disparo y apunté.

    La puerta se abrió y el entró silbando. Cuando me vio, hizo silencio. Su rostro se contrajo ante la amenazante revelación de mi promesa. Una sombra de temor asomó en sus ojos. Yo seguía temblando. Él lo notó. Entonces pensó que jamás le dispararía. Siempre me había controlado. No imaginó razón para creer que no seguiría haciéndolo. Tampoco
    imaginó la firme determinación alojada en mí. Me envolvió con su mirada de niño grande. Pasó la lengua por sus pálidos labios en un gesto de provocación sensual. Me sonrió con un mar de dulzura. Sentí desfallecer y, antes de caer en su trampa, apreté el gatillo.

    El aire se detuvo. Sentí el golpe de la culata sobre mi hombro. El estampido del disparo laceró mis oídos mientras un fuerte olor a pólvora se apoderaba de la estancia. El impacto lo hizo retroceder. Abrió los brazos y gimió. A través del hilo de humo que salía del cañón, vi el dolor y la sorpresa dibujados en su lívido rostro. Borbotones carmesí florecieron en su pecho. Se desplomó sobre la baldosa fría. Las piernas me temblaban y una amarga desolación me invadió. Tiré la escopeta a un lado y me acerqué para mirar su rostro. Tenía los ojos abiertos, extraviados. Mi garganta era un nudo agrio y seco que amenazaba con estallar. Finos senderos de sangre manaban de su boca y se unieron al charco que empezaba a formarse en el suelo. Se había ido.


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    Si por alguna extraña razón, a alguno de ustedes les gusta también poner una canción de fondo mientras leen, yo recomiendo una especial para este cuento. La siguiente es la banda sonora  de la película "El Bebé de RoseMary" (1968) de Krzysztof Komeda. Una auténtica maravilla del suspenso. Para algunos puede resultar un poco macabra al comienzo, pero es cuestión de acostumbrar y educar el oído.

                    


    Quienes deseen enviar un correo personal a la autora del cuento, esta es la dirección: tertulia1997@yahoo.es